Agencia Tributaria: un trienio prodigioso
La conmemoración por parte del Gobierno del PP de su tercer aniversario ha resultado, en muchas de sus "puestas en escena", algo ridícula en algunos casos y excesivamente triunfalista en todos. No se trata de quitar legitimidad al Gobierno para comunicar a la opinión pública sus actuaciones, sus logros o sus cumplimientos electorales; pero cuando esto se enmarca en declaraciones como las del vicepresidente primero del Gobierno de ser "el Ejecutivo sin mayoría absoluta de mayor duración desde 1812", o sostener (sin rubor) que "el PP ha hecho del Congreso el centro de la vida política", en pleno debate sobre su falta de presencia y de liderazgo en un tema de tanta importancia como la guerra de la exYugoslavia, resulta como mínimo sorprendente, pero sobre todo poco creíble y ridículo.No pretendo con estas líneas iniciar un debate ya recurrente sobre la fiscalidad, cuya instrumentación, sin duda, tiene un gran componente ideológico y, por tanto, las diferencias entre un proyecto socialista y uno conservador son evidentes. La necesaria reforma del sistema tributario español, para su adaptación a un nuevo contexto económico, es un punto de partida que el Grupo Socialista planteó ya en su momento. Pero unos impuestos modernos no son aquellos que como el nuevo IRPF resultan injustos y regresivos.
Resulta injusto que un impuesto que gravaba por igual al conjunto de las rentas, con independencia de su origen y lo hacía de manera progresiva, ahora las plusvalías del capital tributen a un tipo único del 20% independientemente de la renta total del sujeto o de sus circunstancias familiares. Se ha convertido un impuesto personal y progresivo en un impuesto de producto sobre el trabajo (dependiente).
Pero, además, es un impuesto regresivo porque, por un lado, la reducción de tramos permite aplicar el mismo tipo impositivo a rentas muy diferentes y, por otro, con el "mínimo vital" pagan menos quienes tienen mayores ingresos: el hijo del rico vale casi tres veces más que el del económicamente débil a la hora de no pagar impuestos.
En definitiva, cuando el PP habla de la rebaja de la tributación a todos los contribuyentes lo que no dice es que, haciendo cuentas, el resultado es el siguiente: el 5% de los contribuyentes con rentas altas se lleva el 25% de la rebaja fiscal, o dicho de otra manera, el 1% de los contribuyentes (125.000) con rentas superiores a 10 millones de pesetas dejan de pagar 110.000 millones de pesetas, que es la misma cantidad que el Gobierno dice que deja de pagar el 56% de los contribuyentes (siete millones), con rentas inferiores a los dos millones de pesetas. ¿Quiénes son los beneficiarios? ¿Es ésta la modernidad?
Pero dejando este debate a un lado, vamos a centrarnos en el papel de la Administración Tributaria. El Parlamento es consciente de la importancia de un buen funcionamiento de la Agencia Estatal de Administración Tributaria, pero quien no parece serlo es el Gobierno, que la ha arrastrado a unos niveles de politización que rayan en la irresponsabilidad.
Primero sacó el tema de los 200.000 millones, que trató de utilizar como ariete contra la oposición, y luego siguió con toda una política de nombramientos en la Agencia y sus delegaciones, dirigida, en muchos casos, por los intereses políticos locales del PP.
Por otra parte, su incapacidad para solucionar el conflicto de los subinspectores y los continuos cambios en la dirección de la Agencia: en dos años, tres directores generales y varios directores de Inspección, ha tenido una serie de repercusiones negativas en las funciones que tiene asignadas la Agencia.
Pero, además, todo esto ha ido acompañado por una actitud del secretario de Estado de Hacienda hacia el Parlamento que, como mínimo, podemos calificar de irrespetuosa, presentando unos informes sobre la gestión de la Agencia que harían sonrojar a cualquiera que realizara un análisis mínimamente riguroso. Actitud que alcanzó su colofón el pasado día 28 de abril dejando plantada a la Comisión de Economía y Hacienda del Congreso, ante la que estaba formalmente convocado a comparecer, confiando en que un uso poco legítimo del Reglamento por parte del Grupo Popular le evitara someterse al control del Parlamento.
No deja de resultar chocante, por parte del Gobierno y del PP proponer la búsqueda de un consenso para el funcionamiento eficaz de la Administración Tributaria, provocando a su vez el enfrentamiento y tratando de evitar la tarea de control parlamentario.
Esta contradicción es un claro reflejo de la falta de voluntad política para la resolución del problema de fondo. Falta de voluntad que se ve reforzada con el análisis de los documentos que se han entregado a los Grupos Parlamentarios por parte del Gobierno y que, en el caso del llamado "Programa Director del Control Tributario", son simplemente cinco folios con una amplia utilización de la retórica y la enunciación de unos principios generales que no aportan nada nuevo. Si alguien quiere tener una idea de la actividad de control de la Agencia, a desarrollar en el periodo 1999-2002, desde luego no será leyendo este documento.
Sin embargo, es necesario, una vez más, apelar a la responsabilidad del Gobierno para sacar a la Administración Tributaria de la situación de falta de credibilidad en la que se encuentra. Pero para aplicar una buena terapia hay primero que querer hacer un diagnóstico y no solamente retórica triunfalista. Una terapia que debe estar basada en:
1. La estabilidad interna a través de la resolución de los conflictos, la definición de carreras profesionales de los funcionarios, de las reformas de los métodos de trabajo de la Inspección, etcétera.
2. Una política de nombramientos basada en la profesionalización y que permita la duración de los cargos.
3. La elaboración de planes de lucha contra el fraude, realizada por grupos de trabajo pertenecientes a la propia organización de la Agencia, que puedan a su vez establecer sistemas de trabajo normalizados, separando lo que son planes de investigación de las comprobaciones de tipo convencional.
Finalmente, ante los hechos que han aparecido recientemente en la opinión pública y que ponen en evidencia el comportamiento poco ético de algunos funcionarios corruptos, que han causado gran indignación, debemos reflexionar sobre las medidas necesarias para impedir que estas circunstancias vuelvan a repetirse. La necesidad de consensuar entre todos los profesionales un código ético de conducta como garantía de la imparcialidad que ha de presidir sus actuaciones, parece un objetivo importante a alcanzar.
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