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De Guernica a Belgrado

París, primer miércoles de mes. Las sirenas han sonado a mediodía. Nadie se ha inmutado. El ruido de las conversaciones no ha bajado de volumen. La anestesia de los franceses es similar a su inconsciencia. A mí, como de costumbre, al oír el ulular de las alarmas me han dado ganas de meterme bajo la mesa. Es el reflejo de un niño nacido en 1940, que se despierta sobresaltado, al que su padre coge del brazo y lleva a toda prisa hacia el metro. Una vez pasada la alerta, permanecía el miedo sordo de no volver a encontrar en pie la casa de uno.Un rasgo común une a los jefes de Estado que han declarado la guerra a Belgrado: nacidos entre 1945 y 1955, no han conocido la guerra. José María Aznar, Blair, Schröder: todos tienen el rostro de la generación yuppie. Clinton dirige un país que nunca ha sido bombardeado. Nadamos en la irrealidad. El despertar será duro. En abril de 1937, Guernica supuso un choque. Por primera vez, una población fue tomada como objetivo por aviones que volaban tan alto que apenas podían ser vistos. Hasta entonces, la guerra la hacían soldados contra soldados. Sin duda, era una matanza, pero obedecía a la regla elemental de proteger al débil en nombre de la ley. A esa nobleza militar ha sucedido la ignominia de un mundo en el que sólo el militar está protegido, en el que el civil se convierte en rehén y en víctima. Conocemos la doctrina del Pentágono de los círculos concéntricos: el círculo interior es el de los civiles, el primero en ser alcanzado y destruido. Luego vienen los círculos administrativo, político... El último círculo, exterior, es el de los militares, que debe quedar a salvo.

A finales de marzo, un piloto estadounidense que partió de esas bases que se han multiplicado en el norte de Italia, culpable de haber transformado un vuelo de entrenamiento en uno de acrobacia, de cortar el cable de un teleférico y provocar la muerte de 20 personas, comparecía ante la justicia de su país. Fue absuelto. Descubrimos que la vida de dos decenas de civiles europeos contaba poco frente a la de un único militar estadounidense. Unos días después, la OTAN declaró la guerra a Serbia. La masacre de poblaciones civiles, ante las narices de la ONU y de los parlamentos de los Estados implicados, era ahora legal.

¿Por qué produce náuseas oír la voz dulce y jovial de Jamie Shea, ese niño dodotis de la comunicación new tech? Las palabras que utiliza -desde "disuasión" hasta "daños colaterales"- y su tono hipnotizador responden a ese lenguaje del eufemismo que utilizaba el III Reich para disimular, bajo la aparente neutralidad de los términos técnicos, realidades abominables.

En su Carta a Chirac, Régis Debray no dice nada que yo no haya leído a menudo en la prensa italiana, alemana, estadounidense y canadiense (y rara vez en la prensa de mi país). Si Francia es hoy el último bastión de un belicismo trasnochado en Europa se debe a que la opinión pública francesa, cualquiera que sea la orientación, ha sido manipulada por una prensa singularmente partidista. Por ejemplo, ¿acaso hemos podido leer en la prensa francesa algún artículo sobre la naturaleza exacta de Albania, del Ejército de Liberación de Kosovo (ELK), sobre los clanes y las mafias que allí se despedazan entre sí?

No es posible comprender la catástrofe que golpea a Europa si no se es consciente de que el Estados Unidos de 1999 ya no es el de 1945. La admiración beata que siguen sintiendo los franceses por ese país será, sin duda, uno de los grandes misterios de este fin de siglo. Los técnicos que pilotan los aviones espía, los que dirigen la trayectoria de los Tomahawk, ya no son los bravos marines que desembarcaron en Arromanches.

No, el Estados Unidos tan frecuentemente arrogante y altanero de hoy no es el Estados Unidos nervioso y generoso que conocí en los campus de finales de los años sesenta. Es una nación en la que, desde hace 20 años, el analfabetismo ha aumentado más rápidamente que en otros países. Un país de fortunas sin igual, y también donde, como en Los Ángeles recientemente, estallan disturbios sangrientos cuya violencia lleva a los ricos a encerrarse en sus fortalezas vigiladas por milicias privadas. Uno de cada 150 estadounidenses está en la cárcel o detenido, proporción que no tiene equivalente en ninguna otra democracia. Uno de cada 20 pasará un día por la casilla cárcel. Una particularidad más chocante todavía si la trasladamos a las minorías étnicas: uno de cada cuatro negros está en la cárcel. Es la nación donde también se aplica la pena de muerte a las mujeres, a los menores y a los retrasados mentales. La cárcel para unos y la guerra para los demás: la democracia estadounidense tiene su propia forma de solucionar el problema de las minorías étnicas. A esta nación es a la que Europa ha confiado el cuidado de defender "los derechos humanos".

Pero aún hay más. Ha quedado claro que ningún estadounidense deberá arriesgar su vida para salvar esos derechos humanos que se supone debe restablecer. En su cabina, a 5.000 metros de altura, bombardea a ciegas. La fuerza de los nazis también residía en la ceguera. Se negaban a "descender" -léase "condescender"- al nivel de sus víctimas. Sobre todo, no había que ver a aquellos a los que mataban, ni en Ucrania ni en los campos de concentración. Ver al adversario, mirarle a los ojos, hubiese sido reconocer que estaba hecho de la misma carne y la misma sangre.

Salvar una vida estadounidense se ha convertido en la obsesión de esa nueva raza de señores. Esa joven nación convencida de encarnar sobre esta tierra al hombre nuevo, a la riqueza, el poder y la belleza tiene un fantasma fundamental: la inmortalidad. El estadounidense no debe morir y, por consiguiente, no puede morir. De ahí esos juicios interminables cuando una intervención médica sale mal, ese clima de excesiva seguridad, ese culto a un cuerpo siempre joven y que no debe envejecer, esa fobia a las costumbres susceptibles de producir enfermedad y muerte, el tabaco o el alcohol. Fantasma de inmortalidad y de infantil omnipotencia que esconde bajo los oropeles de una intolerante obsesión por lo higiénico a un país que no se siente a gusto consigo mismo.

¿Los derechos humanos? ¿Se trataba de defender los derechos humanos? Si hubiera que desencadenar una guerra en todos los lugares donde se han escarnecido los derechos humanos, el planeta entero estaría carbonizado, desde Corea hasta Turquía, pasando por África y China. ¿Qué ejército se ha movilizado para defender los derechos humanos? Los soldados del Año II no se dejaban matar en Valmy para defender los derechos que acababan de proclamar, sino para defender las fronteras amenazadas de la nación. Francia encarnaba los derechos humanos: por tanto, se trataba, en primer lugar, de defender a Francia. Desde el momento en que Francia se convertía en una nación con su territorio protegido, los principios que había planteado podían imponerse por sí mismos.

Todo aquel que ha perdido el sentido de la defensa de las fron-

Jean Clair es director del Museo Picasso, historiador y escritor.

De Guernica a Belgrado

teras y de los valores que éstas protegen ha perdido la razón. El día en que, en nombre de la suprasoberanía, Europa renunció a las fronteras de los países que la componen y, de paso, sustituyó lo político por lo "humanitario", se sumió en la vía de la sinrazón.El fin de siglo nos ha golpeado con una guerra en el corazón de Europa, llevada a cabo por una potencia extranjera y desencadenada en nombre de una Europa supranacional, un disparate sangrante que sólo la ironía de Swift o el humor de Voltaire pueden denunciar como es debido.

¿A quién querían hacer creer que, con el paso de un milenio a otro, las naciones iban a quedar súbitamente caducas, al igual que lo serán algunos ordenadores pasado 1999? Planteemos la pregunta a Pasqual Maragall, ex alcalde de Barcelona, que no sólo se enorgullece de la identidad cultural de su ciudad y del hecho de que hoy "se habla catalán en Perpiñán, en Montpellier, en Narbona, en Valencia, en las Baleares, en Cerdeña...", sino que ha impuesto el catalán como idioma de Cataluña. Planteemos la pregunta a los vascos en cuyas casas fueron descubiertos arsenales que hubiesen podido ser utilizados mañana. A los flamencos del Vlaamse Blok. A los corsos. A los irlandeses. Hay mucho donde elegir. ¿Por qué privilegio el ELK, al que arma Estados Unidos y al que la Europa otanizada corteja en las pantallas, tiene mayor encanto que los ejércitos secretos y los grupos terroristas que en toda Europa trabajan por la disgregación de las antiguas naciones? Cuando los pequeños se destrozan mutuamente, los grandes los devoran.

El principio del siglo XX presenció la caída de los imperios; el principio del siglo XXI verá la caída de las naciones. Y no en favor de un supranacionalismo con el milagroso poder de englobarlas y de "superarlas", sino de la forma más patética, bajo el empuje de unos micronacionalismos arcaicos y fanáticos que destruirán hasta el más mínimo recuerdo de nuestros ideales laicos y republicanos. Proclamar a los cuatro vientos la Europa supranacional, soñar con ella y con su poder cuando, en realidad, ya no somos capaces de mantener los muros de las naciones que la componen, que garantizan la igualdad en el interior y la libertad en el exterior frente a unas amenazas siempre presentes, es una huida hacia adelante.

Atrapados entre Turquía y Albania, los griegos saben exactamente lo que cuesta sacrificar el principio de la nación europea a unos grandiosos principios "humanitarios" que malamente ocultan turbios objetivos políticos. Si la guerra en los Balcanes parece tan terrible es porque es el laboratorio de lo que mañana será la balcanización de toda Europa.

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