Ardores belicistas
En tiempos de la dictadura franquista, los tres jueces de un tribunal, uno de ellos amigo mío, Antonio Carretero, ya fallecido, estaban debatiendo la pena que debían imponerle a un asesino confeso cuyo juicio acababan de celebrar. Dos miembros del tribunal, conservadores y excelentes juristas, eran partidarios de aplicarle la pena de muerte. Tenían a su favor el código y la doctrina de la buena sociedad establecida que reclama la reparación del daño causado, la ejemplaridad y el poder de disuasión para futuros criminales que se desprende del castigo capital. Mi amigo Antonio Carretero, enemigo de la pena de muerte, se oponía tenazmente a esta decisión, pero sus argumentos jurídicos y morales eran rebatidos por aquellos dos magistrados tan duros, que le endilgaban paternalmente los mismos calificativos que hoy los partidarios de los bombardeos de la OTAN arrojan a la cara de los pacifistas. Por lo visto, estar en contra de la pena de muerte era ser un alma cándida, un pusilánime, un ingenuo, incluso un cómplice indirecto de los asesinos venideros. Antonio Carretero era mucho más inteligente y audaz que aquel par de insignes matarifes de la ley. "Muy bien, me avengo a sus razonamientos -dijo finalmente mi amigo-. También yo voy a firmar esta sentencia de muerte, pero con una condición: iremos nosotros tres a la cárcel, sacaremos de la celda a rastras a ese miserable asesino, lo llevaremos a un rincón del patio, lo sentaremos en el taburete, le rodearemos el gaznate con el dogal de hierro y con nuestra propias manos daremos la vuelta a la rosca del garrote hasta que su nuca sea descabellada y luego nos miraremos en sus ojos yertos y espantados". Aunque parecían muy duros aquellos dos magistrados, eran demasiado finos como para ser consecuentes con sus ideas y llevarlas a la práctica personalmente si el verdugo estaba de vacaciones.Por mucho que Mario Vargas Llosa, cuya prosa brilla siempre más galana que la mía, sea el dueño de toda clase de certezas, antes la de izquierdas y ahora la de derechas, no lo imagino pilotando por sí mismo un avión de la OTAN y bombardeando hospitales de Belgrado, ni puentes sobre el Danubio, ni siquiera objetivos militares propiamente dichos pese a la desmesurada fe que ostenta en la capacidad de las bombas para imponer la democracia o remediar ciertos males, siempre que sea en países cuyo ejército esté en clara inferioridad, no nos vaya a caer un pepino de acero en la cabeza mientras estemos tomando tostadas con mantequilla rizada en el desayuno. Tal vez podría animarle a realizar semejante hazaña el hecho de que en esta excursión aérea estaría totalmente garantizada su seguridad física, puesto que debería cagar hierro desde 10.000 metros de altura y ni siquiera vería en el telediario los efectos colaterales de su acción heroica, esto es, las víctimas inocentes, mujeres, niños y ancianos destripados que serían atribuidos por el alto mando no a su conciencia, sino a la falta de coeficiente mental de algunos misiles inteligentes con defectos de fábrica. Aparte de un buen escritor, estoy seguro de que Vargas Llosa es también un gran caballero y por simple estética no aceptaría una ventaja tan desigual. ¿Pero sería capaz este ilustre intelectual cuyo entusiasmo por la certeza es ya planetario, de retorcerle el pescuezo al tirano Milosevic hasta estrangularlo con sus propias manos si se lo encontrara frente a frente a solas en un callejón de Belgrado ? ¿No? ¿Ni siquiera a su antiguo y adorado amigo el dictador Fidel Castro? ¿A ése tampoco? Entonces no está del todo perdido para nuestra causa, la de los pacifistas cobardes.
Con cierta ironía y sin ninguna clase de cólera, hace unos días escribí un artículo que iniciaba así: "He aquí una forma plástica y superficial de enjuiciar la guerra de Yugoslavia: Norteamérica bombardea el corazón de Europa ayudada por sus vasallos de la OTAN y bendecida por algunos intelectuales mamporreros". A continuación añadía que esta visión era ruda y simplista y que estaba sólo destinada a medirse de forma pareja con los agravios que los pacifistas tenemos que soportar de los belicistas cuando nos tachan de almas blancas, panolis, débiles de carácter, señoritos incontaminados, sostén de tiranos, cómplices del genocidio. Si se trata de injuriarnos mutuamente los de uno y otro bando, doy a cualquier belicista dos insultos de ventaja siempre que la ironía no se saque de contexto para convertirla en un cabreo de taberna.
Tiene que saber el señor Vargas Llosa que los pacifistas, aunque por fuera tengan una apariencia un poco vegetariana y dubitativa, por dentro están articulados con un eje de acero. Son ese tipo de gente que cree que todas las guerras pueden ser evitadas veinte años antes de que se produzcan y para eso tratan de promover la paz como una industria que sea más rentable y creativa que cualquier negocio de armas. En esa trinchera imaginaria desarrollan su candor, pero he conocido a muchos que han llegado al heroísmo, ya que su hazaña, menos vistosa que la de arrojar bombas, la realizan cada día de forma oscura y ardua. Son misioneros, médicos, maestros, diplomáticos, artistas, jóvenes rebeldes a los que la miseria de los demás les enciende el corazón. Que no le den ternura: esta adorable gente a veces ante la injusticia se les vuela el cerebro, coge la metralleta por pura compasión y no la abandona hasta que empieza a echar tripa.
La humanidad está aún a medio cocer y a la mínima ocasión entra a degüello sólo por cuestiones de raza, cultura y religión. Nada cambiará mientras los dioses no cambien, ha dicho el maestro Sánchez Ferlosio. Los pacifistas saben muy bien que lo más fácil es matarse: sólo hay que dejarse llevar por el instinto patrio, por el turbión de la miseria. Conocen mucho mejor que los belicistas los recovecos del alma de los pueblos, y si bien están llenos de dudas ante la existencia de alguna guerra justa, son mucho menos bastos en las soluciones quirúrgicas y sobre todo no fomentan castigos desproporcionados muy superiores a la tragedia que se trata de remediar. Veinte años antes de que la maldición de la guerra se produzca tal vez se hacen insufribles con sus sermones, advertencias, manifiestos y conferencias, pero en cuanto la guerra comienza, los verás realmente movilizados: son esos políticos mediadores que sudan hasta el desfallecimiento buscando el alto el fuego, cualquier pacto o arreglo con tal de detener el exterminio y también verás a ese ejército de jóvenes rebeldes con el macuto al hombro remediando a pie de sangre la angustia de los refugiados, de todas las víctimas inocentes de la irracionalidad humana. Siguiendo el predicado de Albert Camus, un pacifista debe estar al servicio de los que sufren la historia, no de los que la hacen. Pero sin duda éste es otro sermón de un débil de espíritu.
Produce una enorme angustia contemplar el laberinto sangriento en que se ha metido la vieja y
Ardores belicistas
culta Europa, la de la Sorbona, la de Oxford, la del Museo del Prado, la de Lovaina, la de la Filarmónica de Berlín, la de Bernini, arrojando misiles a mansalva, cada uno acompañado de su correspondiente albarán que hay que abonar al fabricante y poniendo a Yugoslavia patas arriba; una maravillosa civilización obligada a soltar una lluvia de hierros por simple orgullo hasta reducir a escombros a todo ese país sólo para que a Norteamérica no le quepa duda de que es el rey absoluto del gallinero. Ésta es una guerra diabólica, porque no tiene otra finalidad que el prestigio del fuerte. No hay más objetivo que el tirano Milósevic se arrodille sin que muera ningún muchacho norteamericano, porque Estados Unidos, ese país admirable por tantos motivos, se pone muy nervioso cuando caducan los yogures y mucho más cuando le devuelven un fiambre propio a casa. ¿A qué político pardillo o general guripa se le ocurriría darle a Milósevic un ultimátum que es un lazo que sólo ahorca al que lo lanza? ¿Qué clase de diplomático es ese que pega un portazo sin tener la sutileza y el talento de dejar siempre una puerta entreabierta? Parece que ésta es una guerra dirigida por mediocres enfurecidos, y tal vez la ira militar y la medianía política unidas producen un embrollo del que no se puede salir si no es después de machacarlo todo.Uno que viene de todas las dudas y que ha hecho del escepticismo una fortaleza donde guarecerse de la propia miseria humana acaba de recibir la lección de parte de un intelectual que es poseedor del sello de la verdad absoluta, ayer castrista, hoy thatcherista. No acepto la lección. Vargas Llosa trae del pasado una inteligencia bien articulada por el marxismo, y a ese sectarismo de la izquierda ha añadido el fanatismo de la derecha cuando se ha pasado de bando. Sectarismo más fanatismo engendran un dogmatismo sin fisuras.
¿Cómo conseguirá este gran escritor no dudar nunca? Tal vez el secreto está en que ser dogmático resulta muy cómodo. Se duerme muy bien e incluso se ronca con el dogma por almohada, pero hay que tener la gracia, al levantarse de la cama, de ir acomodando cada certeza a la realidad cambiante de la vida sin que te dé un pasmo.
Perdono a Vargas Llosa que me llame prosista galano y diga al mismo tiempo que soy un español hirsuto y algo bestia. Aunque hoy las ideas de este escritor tienen siempre una cobertura militar y no hay forma de que deje alguna vez de estar situado en el mejor bando, alguno de sus libros me ha producido un placer tan grande que es muy difícil de olvidar. Lamento que aquel Vargas Llosa a quien tanto amamos haya abandonado por propia voluntad a sus devotos naturales, aquellos encantadores progresistas hoy encanecidos aunque fanáticos lectores que él ha sustituido por los accionistas de la Banca Morgan, de Repsol o similares. Vargas Llosa es el intelectual que no podía dudar. Esa incapacidad política suya para ver al mismo tiempo lo bueno y lo malo de una misma situación hace que aquella lección que antes nos deparaba desde la izquierda hoy nos la arree desde la derecha con igual intensidad. ¡Adelante! Quedan muchos tiranos genocidas que bombardear, muchas democracias que instaurar a sangre y fuego. Le he preguntado al guionista Rafael Azcona: ¿cuándo crees que va a terminar esta guerra? El genio me ha contestado: cuando abran el armario y comprueben que ya no quedan misiles, que las existencias se han agotado.
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