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Reportaje:PLAZA MENOR - CRISTO REY

Bajo el signo de la cruz

La plaza de Cristo Rey debe su piadoso nombre a los fervores místico-patrióticos que bullían en las calderas de un régimen que, sin sonrojo alguno, había bautizado de cruzada su sanguinario levantamiento militar, usando la antiquísima coartada, una creación del emperador Constantino, de bordar sobre sus estandartes el signo de la Cruz, el infalible "In hoc signo vinces".La plaza de Cristo Rey, entre La Moncloa y la Ciudad Universitaria, es una creación de posguerra, cuando la Dirección General de Regiones Devastadas, otra denominación de armas tomar, se hizo cargo de un territorio concienzudamente devastado durante la batalla de Madrid, cuando los edificios del cercano hospital Clínico y de la Facultad de Filosofía y Letras entre otros, se transformaron en parapetos y trincheras.

La Dirección General de Regiones Devastadas se encargó de borrar a conciencia las huellas del enfrentamiento y en 1953, la nueva plaza de Cristo Rey puso colofón a su titánica tarea. Su condición de importante nudo circulatorio marcó desde el principio su carácter despersonalizado. La plaza de Cristo Rey es más transitada, a pie y en coche, que vivida.

La cruzan los vehículos que van o vienen de la carretera de La Coruña engolfados en los nuevos túneles de Cea Bermúdez que es la arteria más importante que desemboca en la plaza. Tras la tunelización a Cea Bermúdez le ha crecido un bulevar central que los vecinos del barrio contemplan todavía con cierta extrañeza desde la acera y procuran pisar lo menos posible. O a lo mejor es que son de poco pasear como sugiere la escasa animación comercial de los últimos metros de esta avenida a la que dan sombra contundentes y sólidos bloques de pisos de lujo, edificios construidos para albergar a los constructores de la Nueva España, a los padres y gestores del desarrollo, ministros, subsecretarios, empresarios y turiferarios a los que les quedaba muy cerca, en el camino de El Pardo donde brillaba la insomne y casi inextinguible luminaria que les guiaba.

La calle de Isaac Peral, que atraviesa la plaza, suele estar más animada en el tramo más cercano a La Moncloa, donde está el hospital Militar y los académicos inmuebles destinados a vivienda de catedráticos y profesores. En estos pabellones rodeados de árboles y parterres habitaron temporalmente otras luminarias insomnes e inextinguibles como don Manuel Fraga Iribarne en sus años docentes.

Los bajos comerciales cercanos al hospital se han especializado en la industria de la fotocopia y compiten con ofertas irresistibles. La voraz maquinaria engulle y multiplica todos los días toneladas de apuntes, esquemas, currículos y resúmenes. Cada uno de estos aparatos ha digerido en sus entrañas más cultura, información y ciencia que los catedráticos de enfrente, pero de momento no puede almacenarla ni procesarla, que todo se andará.

La plaza de Cristo Rey, pese a la monumental farola que la centra, tiene su lado sombrío, está tocada por esa atmósfera melancólica que desprenden los centros hospitalarios. Una serpenteante cuesta da acceso a los severos pabellones de ladrillo del hospital Clínico, de interminables pasillos. A su lado, la clínica de la Fundación Jiménez Díaz, La Concepción, La Concha para los madrileños, parece un pabellón de reposo, achatado y arrinconado por los meandros circulatorios. Junto a ella se eleva un monumento inmerecido, nadie se merece un espantajo semejante, al doctor Jiménez Díaz, ilustre galeno, fundador e impulsor del hospital cuya estela enmarca una fuente sin agua en la que trata de chapotear inútilmente una sirena de bronce. Al borde de la fuente, aparecen otros dos aspirantes a bañistas que deben estar esperando a que les llenen el estanque.

Por la plaza de Cristo Rey pasan grupos familiares que van a visitar a sus enfermos y les llevan flores y bombones y niños vestidos de domingo a los que sus padres aleccionan en vano para que adopten una actitud más acorde con el silencioso protocolo hospitalario, les toman de la mano para que no corran y les recomponen el peinado, o les limpian la cara churretosa.

También se ven convalecientes que aspiran sus primeras bocanadas de aire, si no puro libre, solícitamente rodeados por sus gozosos pero aún preocupados parientes que les arropan para protegerles de las corrientes de aire que son muy traicioneras.

La calle más animada de las que aquí confluyen es la de San Francisco de Sales, sobre todo con el buen tiempo, cuando los bares y las cafeterías tiran la casa por la ventana y sacan sus sillas, sus mesas y sus toldos a las aceras. Parte de la animación se la proporciona el hotel Mindanao edificado en los años sesenta a la salud, bastante precaria, de las relaciones hispano-filipinas.

Antes de que construyeran el Mindanao y urbanizaran sus entornos, esta acera de Isaac Peral daba paso a un territorio agreste de desmontes y barrancos que los más viejos del lugar conocían como "el campo de las calaveras", por razones sobre las que es mejor no indagar para no inocular en sus nuevos vecinos el síndrome del cementerio indio y sus pavorosos poltergeist.

Sin dejarse amilanar por su fúnebre nombre, las pandillas de chavales del barrio compartían este territorio de sus juegos más salvajes, con los profesionales de deportes rurales autóctonos como la tanga y la calva. A la caída de la tarde grupos de hombres maduros, generalmente con boina y traje de pana, se jugaban los cuartos apostando por enjutos atletas con camisa blanca o camiseta de tirantes. Al atardecer se descarriaban las parejas en busca de intimidad y los adolescentes del barrio apagaban sus cigarrillos y soñaban con el día en que sus chicas, alumnas de un colegio de monjas que quedaba a la orilla del descampado, se dejaran llevar de la cintura por esos andurriales de pecado. No sabían que las excavadoras y las apisonadoras estaban al acecho, a punto de borrar el paisaje de sus sueños.

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