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Ciclotimia

JULIO SEOANE ¿Será inevitable que dimita Borrell para que salga a escena González, mientras continúa infatigable Almunia? ¿Tiene que irse Romero para que se descongele Lerma, mientras Asunción transita impávido e inmutable hacia el 13-J? Cuando le llegue el turno a Aznar, que a todos nos toca antes o después, ¿se nos aparecerá Fraga, mientras Zaplana trabaja y pone orden en el nuevo milenio? Hace ya casi un año, decía en esta misma columna que la nueva generación de políticos muestra con facilidad sus emociones, sin especial pudor y con cierta espontaneidad afectiva. Afirmaba que esta abundancia emocional hace al político más vulnerable ante las circunstancias difíciles, aunque lo convierte en una persona más cercana al público en general. Lo que no me esperaba es que esa mayor fragilidad de los líderes recientes se manifestase en una epidemia de dimisiones, tan infrecuentes hasta ahora, pero que en estos momentos están resultando extremadamente contagiosas. Decía entonces que el nuevo político llora, se deja llevar por el ritmo de la música o se empapa de las pasiones colectivas del fútbol, consiguiendo así comunicarse afectivamente. Tampoco me esperaba que esta tendencia al espectáculo emocional, alcanzara las alturas de José Bono, un líder emergente que está a mitad de camino del showman de la política y del telepredicador moderno. Y lo digo porque realiza como presentador un programa de televisión donde entrevista a diversas gentes y personalidades. Y además porque Bono nos recuerda con frecuencia que él es católico, ya sea porque piensa que el resto de nuestros políticos son budistas o porque insinúa que sus creencias religiosas influyen más allá de la esfera privada, alcanzando a la cosa pública. Es conveniente diferenciar entre el nuevo estilo emocional y el viejo espectáculo esperpéntico. Esta inestabilidad emocional de los dirigentes, entiéndase como personajes públicos, está contagiando y se extiende hacia los propios partidos políticos, que muestran una clara tendencia maníaco-depresiva. El conato de primarias, un congreso sobre oportunidades, una dimisión, la última corrupción, las cifras de acci-dentes, un fin de semana con Blair o una foto vestido de buzo escuchimizado elevan o deprimen el humor de un partido en cosa de días, a veces en cuestión de horas. Así no hay quien pueda trabajar, como tampoco se puede mantener una relación emocional madura y estable entre un partido y una ideología. Sólo quedan acciones esporádicas y relaciones ocasionales. Con políticos inestables y con partidos que pasan sin transición de la euforia a la melancolía, resulta difícil que los ciudadanos mantengamos los ánimos tranquilos. Y más en épocas electorales. Por eso los sociólogos hablan del síndrome ciclotímico de la opinión, cambios bruscos del optimismo al pesimismo, del entusiasmo a la decepción. El resultado puede ser un electorado mudable, volátil, inconstante. Hace unos días, una alumna inteligente planteó que las campañas centradas en los candidatos hacían que la política fuese algo más humana. Puede que tuviese razón. Pero a los políticos humanos, demasiado humanos, humanos hasta la inestabilidad, habría que recordarles el aforismo del maestro: sólo se debe hablar cuando no se debe callar.

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