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Los emigrantes

LUIS GARCÍA MONTERO Leo que un grupo de antiguos emigrantes andaluces regresa a su tierra y visita la Casa Museo de Federico García Lorca en Fuente Vaqueros. Perdieron el pueblo, la ciudad, la tierra, sin la violencia extrema de las armas, porque la pobreza esgrime también la autoridad de los uniformes, el disparo seco y cotidiano de la barbarie. Los cañones verdaderos, los que imponen en el viento un olor a pólvora y a muerte inmediata, habían cesado en 1939. Una vez cumplida su misión, las bombas dejaron un hueco para la estela de sus consecuencias, para los sueños rotos, el hambre, la condena del sacrificio, el olvido que cae sobre los campos enfermos, las despensas inútiles y las fotografías de los muertos. El destierro político fue reemplazado por la emigración. La melancolía es el negocio de los poetas y del servicio de correos. Las sacas de los carteros se llenaron de sobres argentinos, franceses, alemanes, catalanes y vascos, porque entonces Bilbao y Barcelona se parecían mucho más a París que a Sevilla. La emigración demuestra que el tiempo no es igual para todos, que un año, 1963, por ejemplo, puede pertenecer en una misma Nochevieja a los almanaques del futuro y del pasado. Desde las industrias del futuro llegaban cartas a los campos estériles del pasado para dar noticias de la civilización, de los buenos coches, de los electrodomésticos, de los salarios a fin de mes. Era el espectáculo de los otros, la salud de los ciudadanos del Norte, porque el dinero de los emigrantes sólo valía para suavizar las ruinas familiares del Sur. La cara de Franco se paseaba por España en las fotografías de los periódicos, en las procesiones de los obispos y en los sellos de correos. Llena de faltas de ortografía, con una letra dudosa y cabizbaja, la soledad buscaba en la incertidumbre un aliento de amparo y de esperanza. Aquí estoy bien, el trabajo es seguro, el año que viene podrás venirte con los niños. Progresar era separarse paulatinamente de la tierra. En casa de mis padres servía Isabel, la muchacha, es decir, una muchacha de Aldeire que había venido a Granada en busca de trabajo. Mis primeros recuerdos infantiles van a tientas por la geografía de su desnudo, por su mano roja y fría camino del colegio y por los tirachinas que me regalaba un zapatero de su pueblo. Isabel se casó con Paco y mi madre me llevó a la estación para despedirla. Tomaron un tren que iba hacia Europa, un tren fatigado y sucio que viajaba hacia el porvenir, en busca de uno de esos trabajos casi del pasado que resultan incómodos para los ciudadanos del futuro. Sus cartas llegaron a mi casa con la misma puntualidad con la que se prepara un desayuno. Isabel vuelve ahora y visita la Casa Museo de Federico García Lorca, el símbolo de los sueños ejecutados por la Guerra Civil. España está ya en condiciones de hacerle un museo al poeta. Isabel puede ver otras cosas: la fotografía de los africanos ahogados al intentar cruzar el Estrecho en una patera o los tenderetes de los negros en las plazas de Granada. Si vuelve dentro de un par de años, podrá ver también a refugiados albanokosovares y a emigrantes serbios vendiendo paraguas y relojes en las puertas de las iglesias.

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