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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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El hombre de gris JACINTO ANTÓN

Jacinto Antón

Yo buscaba algún veterano alemán de la guerra submarina: le miraría a la cara y en sus arrugas descifraría las profundas simas del océano y del alma. Lo necesitaba: desde hacía semanas mis sueños se llenaban de voces angustiadas que gritaban desde sus tiburones de acero rotos: "Wir leben noch!" (¡Todavía estamos vivos!). Y ascendía de las pesadillas de la noche con el alarido "Auftauchen!" (¡Superficie!) resonando en los oídos. Creo que me influyó mucho la reciente noticia sobre el paradero del cuerpo del kapitänleutnant Wilhelm von Trotha -sí, apellidado como el personaje de Joseph Roth, la vida imita al arte-, perdido en el Báltico durante la II Guerra Mundial con el U-745 y toda su tripulación. Ahora se ha sabido que el cuerpo del joven oficial apareció en el archipiélago finlandés de las Aland intacto, congelado y con la boca llena de sangre como si acabara de zamparse un macabro granizado de fresa. En fin, hallar hoy en día un submarinista alemán, vivo, no congelado, es una tarea complicada. Son muy viejos, y desconfían. Será una consecuencia de haber manipulado torpedos. Me he puesto en contacto con el U-Boot Archiv de Altenbruch, en Cuxhaven (Bahnhofstrasse 57), solicitando las señas de algún veterano para que comparta conmigo sus pesadillas, pero no me contestan. Todo llegará. En el ínterin, Pablo Ley, crítico teatral de este diario, al que he involucrado en mis pesquisas por sus raíces germánicas (su padre es alemán), me anunció la presencia ocasional en Barcelona de un ex submarinista. Mi entusiasmo no conoció límites, pero el susodicho ex submarinista, desgraciadamente, mandó inmersión y dijo que nanay de relatar sus experiencias, que relativizó explicando que él era muy joven cuando le enrolaron en la U-Bootswaffe en 1945 y que su destino fueron los submarinos enanos, lo cual, hay que convenir, era un destino menor. De nada sirvieron mis súplicas, incluso rastreras: no pude ni verlo. Ni siquiera alcancé a averiguar si tiene arrugas. A la vista de mi enorme decepción, Ley me dijo: -Si quieres te presento a mi padre, que fue artillero en el frente ruso. -Hombre, Pablo -le contesté-, no es lo mismo. Me equivocaba. Conocer a Ley (que se llama Pablo, como su hijo) y escucharle ha sido una experiencia apasionante. Quedamos en el Zúrich. Allí estaba el ex artillero, un hombre casi octogenario, de cabello cano, bigote e inteligentes ojos azules. Nos costó arrancar la conversación: él es muy discreto y yo muy tímido, y la Wehrmacht no es un tema ligero. Pero al cabo de un rato el mundo a nuestro alrededor desapareció y nos encontramos atisbando un horizonte herido sobre el que aullaban inmisericordes los stukas. Mirábamos el horror de la guerra a través de los ojos de un joven topógrafo de un regimiento de artillería de la división 218 destinado en Jolm. A Ley, artista, pintor, lo habían obligado a regresar a Alemania desde España y enrolarse en 1941, al cumplir los 20 años. De su escaso ethos militar da prueba el que, al partir para Rusia, Ley pusiera en la mochila reglamentaria sus pinturas. Desde luego no es un Jünger. Cayó prisionero en Letonia en 1945. Estuvo en un campo en Riga y de allí lo trasladaron a otro cerca de Moscú, donde compartió cautiverio con gente tan interesante como el embajador alemán en Manchuria, un Krupp, un pariente de Horthy y tres paracaidistas de Skorzeny. Pintó un retrato de Stalin y vivió peripecias picarescas dignas del aventurero Simplicissimus. "Quizá le iría mejor hablar con algún combatiente de primera fila", me dijo sobre su experiencia militar; "alguien que hubiera estado en infantería, porque yo lo veía todo de lejos, ¿sabe?". Tan de lejos que de su unidad murieron la mitad y una vez una granada alcanzó de lleno a un teniente que hablaba con él y le lanzó encima una lluvia de sangre, carne y vísceras. Tan de lejos que en otra ocasión se topó con toda una división de ciclistas rusos que ocupaban la llanura hasta el infinito como un Tour espectral de langostas pardas. "¿El miedo dice? Me he tenido que agachar muchas veces. Y he visto a gente que se tenía por valiente rezando acurrucada en las trincheras. A la gente la hacía débil la añoranza: era más fácil que los mataran. En la guerra no hay un miedo continuo. Es confusión, rutina y de repente se desencadena el horror". Quizá la historia más estremecedora que cuenta Ley, con voz neutra, sin la mínima concesión emotiva, impersonal como los diarios de Felix Hartlaub, sea la del camión que le recogió y en cuya caja cubierta por un toldo hubo de acomodarse sobre un montón de cadáveres que resbalaban unos sobre otros como grandes peces muertos. "Pero usted quería submarinistas, ¿no? Siento no poder serle útil. El único marinero que conocí en el frente iba sobre un caballo; le pedí que me dejara montarlo. Se negó. Comenzó entonces un bombardeo y todos menos él saltamos a un hoyo. Al acabar lo enterramos ahí mismo. El caballo ya no estaba". Han pasado tres horas. No está mal lo que hemos descendido en las tinieblas para no ser Ley submarinista. Cuando le veo marchar, junto a su hijo, le imagino de uniforme, uno de esos hombres que vestían de feldgrau cuando Ingrid Bergman llevaba vestido azul. Recuerdo los versos de Else Lasker-Schüler: "All meine Lebenslust entfloh / Im dunkelen Gewande mit der Abendzeit" (todo mi gozo de vida huyó / en un oscuro traje con la tarde). Y entonces veo una garza blanca que parece nadar en un opresivo cielo sucio sobre la plaza de Catalunya, y me embarga un absurdo sentimiento de redención.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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