La vida artificial investiga cómo emerge la cooperación
Sin fijarse en sus compañeros, un hongo unicelular se arrastra por el suelo como una ameba absorbiendo los nutrientes que encuentra en su camino. Cuando se termina la comida, sufre un ataque de pánico bioquímico, y envía frenéticamente señales moleculares a otros hongos, que se unen para formar un organismo multicelular, con un pedúnculo y una cabeza de esporas que se convierten en las semillas de la siguiente generación. Cuando caen al suelo, empieza de nuevo el ciclo.Este comportamiento refleja uno de los fenómenos más comunes en el mundo vivo: la forma en que individuos, sean células en un organismo, plantas o animales en un ecosistema o miembros de una empresa o una sociedad se unen en complejos que pasan a tener una existencia autónoma. No es necesario un controlador central que dirija sus movimientos.
Científicos del Instituto Santa Fe en Nuevo México (EE UU) intentan comprender en un nivel muy básico cómo aparecen estos modelos de cooperación y para ello han estudiado cómo las células más simples imaginables -representadas como cuadrados en una pantalla de ordenador- pueden interactuar para generar un comportamiento sorprendentemente complejo y coordinado. La herramienta para esta investigación es un programa de ordenador denominado autómata celular, que opera de forma autónoma, casi como si estuviera vivo. El clásico ejemplo de esta vida artificial fue inventado en 1970 por el matemático británico John Horton Conway y se llama El Juego de la Vida. Mientras que este juego tiene lugar en dos dimensiones, como una partida de damas, los científicos del Instituto Santa Fe han hecho a sus automátas celulares todavía más simples, una sola línea de células blancas y negras. Cada segundo, cada célula se compara con sus tres vecinas a izquierda y derecha y, siguiendo unas normas, se apaga o se enciende. Entonces aparece la siguiente generación de células en una fila situada debajo y así van apareciendo generación tras generación que rellenan la pantalla desde la parte superior. Dependiendo de las normas y de la configuración inicial se desarrollan diferentes tipos de modelos. Algunos son pura y aburrida rutina, todo blanco o todo negro. Otros consisten en un ciclo de dibujos que se repite y otros, por fin, generan una variedad aparentemente sin fin de intrincadas estructuras que parecen estar en la frontera entre la complejidad y el azar.
De forma ambiciosa, los científicos en este caso han intentado que las normas para la evolución de su autómata hacia un determinado modelo surjan del propio autómata, como sucede en la naturaleza. Los resultados de este algoritmo evolutivo indican que la naturaleza tiene complejas y eficaces vías, a menudo sucias, para resolver sus problemas.
Los investigadores empezaron por 100 células sin entrenar, gobernadas por normas generadas al azar. Luego, al cabo de varios procesos, seleccionaron las que más se acercaban al modelo final que querían obtener (alternancia de líneas blancas y negras que cambiaban rítmicamente) y les permitieron tener sexo, en este caso intercambiar sus códigos y dar lugar a una nueva generación en la que se introdujeron variaciones al azar. El experimento se hizo nuevamente con la segunda generación, luego con la tercera y así sucesivamente. Al cabo de 100 generaciones la práctica totalidad de los autómatas celulares era capaz de desarrollar el modelo gráfico deseado.
Para atisbar los mecanismos de esta evolución artificial los científicos terminaron por darse cuenta de que lo importante eran los límites entre las regiones generadas en la pantalla a lo largo del proceso -rectángulos y triángulos, en su mayoría-. Estos límites semejaban los rastros dejados por partículas de alta energía que colisionan en los aceleradores. La clasificación de estas partículas según diversas características como la naturaleza de las regiones que separaban o lo rápidamente que se propagaban por la pantalla dio lugar a un lenguaje matemático que explicaba, sorprendentemente, el comportamiento de los autómatas celulares como partículas que colisionan e intercambian información.
© The New York Times
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