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El vendedor ambulante de mentiras

Por medio de su artículo Carta de un viajero al presidente Chirac, Régis Debray desea contarle al mundo la verdad sobre Kosovo, tal como la ha visto con sus propios ojos. Al parecer, después de que fuera acusado de prestarle únicamente atención a la televisión y de hurtarse a la realidad, el conocido mediólogo decide moverse por fin y se pone en camino para transformarse de ese modo en testigo ocular directo. Como resultado, lo que consigue con su testimonio no es otra cosa que confirmar una versión televisiva, precisamente la oficial de Belgrado. Si le creyéramos, nos resultaría sorprendente por qué Belgrado no permite a los observadores extranjeros, con la excepción de alguno como Régis Debray, viajar libremente de un extremo a otro de Kosovo. No me parece necesario entrar en argumentaciones complejas: simplemente me limitaré a repetir los testimonios del articulista arriba mencionado, despojándolos de su barroquismo confeccionado a base de hojas de parra.Nada más llegar a Yugoslavia, el imparcial Régis Debray pide a las autoridades que le permitan moverse en coche por donde quiera y escoger libremente el intérprete. Las autoridades respetan su petición: ejemplo de transparencia en los Balcanes. Porque, tal como nos dice, en otros Estados, como Macedonia y Albania, el extranjero, indefenso, cae víctima del traductor, quien se esfuerza a toda hora por encontrar el modo de censurarle los contactos. En la satrapía de Milosevic esto no sucede. Allí te defienden las autoridades, entre otros riesgos, de una especie tan peligrosa como es la de los traductores con los que puedas encontrarte por casualidad. Continúa siendo una incógnita el modo no casual mediante el que el viajero procedente de lejanas tierras se lanza en busca de su traductor.

Pero, en cualquier caso, Milosevic no es un dictador, ha sido elegido tres veces (tres hojas de parra que no me propongo siquiera tocar, tanta sería la vergüenza), y respeta la Constitución (diez hojas de parra más, que no consiguen cubrir otras visiones vergonzosas, como en tantos y tantos regímenes tiránicos). Y resulta que no hay presos políticos (aunque de las propias estadísticas oficiales de Belgrado se desprende que en los años ochenta, en este aspecto, Yugoslavia le hacía sombra incluso al Gulag de la República Popular Socialista de Albania; aunque, quién sabe, puede resultar que Milosevic haya democratizado el país). Así, pues, Milosevic no es un dictador. Es tan sólo un gran manipulador, nos dice Régis Debray, quien, por otra parte, confirma todo lo que proclama a bombo y platillo la propaganda de dicho manipulador. No es un dictador, aunque es un autócrata, insiste Régis Debray (juego de palabras o acertijo para las ciencias políticas, desde el momento en que el autócrata no es rey por la gracia de Dios). Pero, eso sí, es un autócrata que respeta la Constitución (o la cuadratura del círculo).

Y en momento alguno podría comparar a Milosevic con Hitler, porque, el infeliz, con 10 millones de personas bajo su férula, no puede tener ambiciones más allá de las fronteras de la ex Yugoslavia (tras haber desatado en aquel pequeño país cuatro guerras -solamente cuatro- en el lapso de unos años). Igualmente, en modo alguno debe hacerse mención del nazismo, desde el momento en que en Serbia nos encontramos con la convivencia de diez nacionalidades diferentes, nos esclarece el Marco Polo de los Balcanes, al tiempo que deja sin aclarar el hecho de que, en la última década, los eslovenos, los croatas, los albaneses, los bosnios, los macedonios y tal vez mañana los montenegrinos se hayan negado a permanecer en un mismo Estado con mayoría serbia.

Todavía más interesantes son los descubrimientos del primer astronauta antiamericano acerca del papel de las Fuerzas Armadas serbias. No puede constatar en caso alguno acciones represivas por su parte, no ha visto ni siquiera que expulsen a los kosovares, ni que los maten ni que los quemen a ellos o sus casas: sólo ha visto a sus integrantes comprando pan o defendiendo (por poco no dice "hasta la muerte") las tiendas de los albaneses. Y a estos últimos no los ha visto huyendo, sino únicamente regresando. No obstante, su objetividad es tal que no niega que muchos albaneses se hayan marchado de Kosovo. Incluso, desde el inicio del artículo (otra hoja de parra que no oso tocar) lo considera "un ignominioso escándalo" ("violación inconveniente de las reglas", según dicen los diccionarios). Pero, ¿por qué se han ido? Se cita la propaganda oficial: a causa de los bombardeos de la OTAN (que sólo obligan a los albaneses a marcharse por cientos de miles), así como debido a la presión del ELK. Las fuerzas serbias, naturalmente, estaban obligadas a reaccionar trasladando masas humanas, y en esto no hay nada malo, nos asegura el viajero con pasaporte francés: es una operación como las que llevaron a cabo los franceses en Argelia (en la comparación con este genocidio aterrador radica la única verdad que dice el izquierdista converso, pretendiendo así legitimar la política de Belgrado). Entretanto, aparte de los clichés tomados de la propaganda serbia, en la carta de nuestro viajero aparece aún otro descubrimiento original: los kosovares se van porque así tendrán la posibilidad de vivir en Alemania, Suiza, etc. Él se ha entrevistado con los refugiados y está al tanto de este objetivo suyo, que ni siquiera ellos mismos conocen; por eso hacen todo lo posible por permanecer lo más cerca posible de Kosovo, aunque sea en los campos miserables de Stankovac, Kukes, etc.

Pero ya me he extendido suficiente acerca de las afirmaciones hueras de Régis Debray. Ni siquiera me habría ocupado de él si no representara una tendencia bien determinada, y cada vez más acusada, en la opinión pública occidental. Su carta es significativa precisamente porque expresa con un cinismo extremadamente agresivo una posición que se manifiesta en muchos de manera atenuada, debido a carencia de sinceridad ante los demás o ante sí mismos, y en quienes esta carta del viajero autorizado ha despertado una satisfacción desasosegante, pues les resulta difícil ocultarla. En La montaña mágica de Thomas Mann aparece un personaje llamado Leopold Naphta, quien ha tenido una formación jesuita en su juventud. Thomas Mann explicó que el prototipo real de este personaje es el filósofo comunista György Lukács, aunque yo, ignorante de ello, sospechaba que el autor había retratado intuitivamente a un antecesor del fascismo. De cualquier modo, la casuística jesuítica, de igual modo que su heredera, la dialéctica hegeliana-marxista, son componentes importantes de la filogénesis cultural europea.

Bashkim Sehu es escritor albanés. Traducción del albanés: Ramón Sánchez Lizarralde.

El vendedor ambulante de mentiras

Con la coartada de la complejidad, de la puesta de relieve del carácter contradictorio de las cosas, que no son tan sencillas como parecen, pueden hacerse toda suerte de acrobacias mentales para conciliarse con el crimen, y ello siempre conservando incólume la propia conciencia moral. Basta un "pero" para que, pronunciando una fórmula ritual, queden ajustadas las cuentas con el crimen: de este modo continuamos teniendo la conciencia tranquila y al tiempo quedamos satisfechos con nuestros propios refinamientos dialécticos.Tal es la actitud de tantos y tantos pacifistas de salón y de toda suerte de progresistas parroquiales. Contra Milosevic, pero por la vía de las conversaciones con Milosevic, incluso sin condiciones y sin plazo. Contra Milosevic, pero haciendo aquello que Milosevic reclama de nosotros (al igual que Arkan: "let"s talk about peace"). Y si les mencionas los crímenes de Milosevic, olvidan la fórmula ritual y se apresuran a decir que hay excesos en lo que cuentan los refugiados, que también las víctimas tienen su parte en el crimen, etc. A fin de cuentas, lo mismo que Régis Debray si se le despoja de la hoja casuística de parra. Y para colmo, acusan: "Tú eres albanés, por eso hablas así". Como si el ser albanés fuera una maldición que deba petrificarte la lengua (frente a los llantos tribales por cada militar occidental muerto o herido o cogido prisionero en Bosnia o en Kosovo). Realmente, la inclinación a abandonar a casi dos millones de albaneses de Kosovo a su desgracia, y a aferrarse cuanto antes a cualquier acuerdo conciliador con el crimen se delinea cada vez más claramente en todos los campos: en los medios de comunicación y en las voces de los intelectuales, en los sondeos de opinión pública y en diversos gobiernos. Si triunfan estas tendencias, Kosovo quedará desnuda de sus habitantes albaneses, que carecerán de la mínima seguridad para regresar y se verán obligados a emprender el camino de la emigración permanente a Alemania, a Suiza, etc., justo como dice Régis Debray. O en todo caso, su número en Kosovo acabará siendo mucho menor que el que nos proporciona Régis Debray, quien, con un mero golpe de lápiz, ha borrado del mapa a centenares de miles de albaneses de Kosovo a los que incluso Belgrado reconocía como tales hasta ayer, antes de borrarlos mediante la limpieza étnica, el saqueo de los documentos de identidad, la destrucción de los archivos del Registro Civil, las ejecuciones innumerables. Entonces la cuestión de Kosovo se cerrará y las dimensiones del crimen quedarán enterradas, al igual que los cadáveres o los sepultados vivos en las fosas comunes. Pero incluso si las víctimas pudieran aparecérsenos, existen pocas posibilidades de que suceda, como imagina Kadaré, que el paisaje macabro del infierno kosovar les privara del sueño a muchos. A esos que hoy no se indignan ante los horrores que relatan los supervivientes (en voz baja, asustados ante la presencia de cualquier desconocido), a quienes prefieren despreciar a estos testigos lejanos, de aspecto exótico, como procedentes de otras galaxias; a quienes duermen tranquilamente en cualquier circunstancia, como si hubieran visto un telefilme rebosante de las más sorprendentes ficciones a altas horas de la noche.

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