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La crisis rusa demuestra que Yeltsin ha vuelto a tomar las riendas del poder

Comienza otra semana decisiva en la pugna entre el Parlamento y el presidente. Superado el peligro de un juicio político, Borís Yeltsin se dispone a librar otra batalla en la Duma para imponer como primer ministro a Serguéi Stepashin, su incondicional ministro del Interior y en quien tal vez piensa para que le releve en el Kremlin. La conclusión que se extrae de esta crisis es que, mientras el presidente no deje el cargo, sería un error darle por políticamente muerto.

Nadie apostaba un rublo por Yeltsin hace unos meses, después del estallido de la crisis de agosto de 1997 y de tener que tragarse el sapo del doble rechazo en la Duma a Víktor Chernomirdin, su candidato a primer ministro. Mucho menos aún, cuando sus frecuentes y graves problemas de salud le alejaron del Kremlin y le forzaron a largas estancias en el hospital. Los cambios que, esporádicamente, efectuaba en su entorno más inmediato, sobre todo en la Administración presidencial, fueron considerados entonces como inútiles y patéticos esfuerzos de demostrar que conservaba el bastón de mando.El que más o el que menos dio a Yeltsin por jubilado, pendiente sólo de garantizarse un retiro tranquilo, para él y para su familia. El poder real, se hartaron de repetir politólogos y periodistas, se había trasladado al primer ministro, Yevgueni Primakov, que se proyectaba a la presidencia. Ese panorama ha cambiado rotundamente. El carácter de Yeltsin, dispuesto a todo para imponer su voluntad, y dominado por el pensamiento único de aferrarse al poder mientras le quede aliento, es, sin duda, el principal condicionante de la actual crisis. Se mire como se mire, ha ganado el pulso con la Duma sobre el juicio político con el que se pretendía destituirle, aunque pasando por la humillación de que más de la mitad de los diputados le hallaran culpable de genocidio, asesinato, golpismo y alta traición, cuatro de los cargos que le imputaba el Parlamento a Yeltsin.

El fracaso del juicio parlamentario quedó patente, antes ya de la votación, cuando se supo que sólo 348 diputados de un total de 441 (hay nueve escaños vacantes) habían recogido sus cinco papeletas de voto. Algunos escurrieron el bulto yéndose de vacaciones o alegando que estaban enfermos, y otros se dejaron seducir por las promesas, o claudicaron a las presiones del Kremlin. El hecho de que se depositasen 46 papeletas nulas, de al menos 16 diputados (se votaba cinco veces), resultó especialmente bochornoso. Grupos parlamentarios cuyo voto resultaba vital, como el liberal Yábloko o el centrista Regiones de Rusia, no impusieron una férrea disciplina. Y los comunistas, aunque votaron como un solo hombre, no llevaron hasta los últimos extremos su capacidad de captar apoyos más allá de su propia clientela y la de sus aliados más inmediatos. Como tantas otras veces en los últimos años, los comunistas no estuvieron a la altura de sus amenazas.

Yeltsin se crece ante el peligro, vence a un organismo minado por la enfermedad y saca de lo más profundo de su ser una energía y determinación que asombran y asustan a sus enemigos. Sin decir ni una palabra más alta que la otra, ni sugerir escenarios constitucionales, deja que se especule en los medios de la capital con que está dispuesto a disolver la Duma, a gobernar por decreto e incluso a ilegalizar al partido comunista, un escenario de golpe de Estado. Y le basta para vencer con la sola evocación de ese fantasma.

Así ha ocurrido al menos en el primer acto de este drama. El segundo comienza a representarse el miércoles, cuando los diputados deben pronunciarse por vez primera sobre el nombramiento de Stepashin. Si Yeltsin gana también esa batalla, se confirmará como el eje sobre el que gira el planeta político ruso. Al menos hasta que su estómago, sus pulmones, su cerebro o su corazón vuelvan a llevarle al hospital.

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