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Lo que sale del grifo

MANUEL PERIS En París pedir agua mineral (¿hay vegetal?) en un restaurante es una cursilada. En Valencia, beber agua embotellada en casa empieza a ser una necesidad. En esta ciudad, los alicates se han convertido en un instrumento doméstico casi tan imprescindible como el mando a distancia. Pero, mientras en la batalla por el cetro televisivo pugnan por su dominio todos los miembros de la familia, el uso de la herramienta con cara de cocodrilo se ha convertido en un atributo del varón, convertido en guerrero de la tribu en busca del agua. Y en cada casa la batalla tiene un protagonista: el padre -que algún trabajo doméstico tendrá que hacer-, el hijo manitas, el abuelo habilidoso, el cuñado amable, o el portero servicial. España va bien, pero en Valencia los grifos no funcionan. La chapuza va a más cada día. Es rara la semana en la que no haya que destornillar las bocas de los grifos para limpiar los filtros. Es más, durante el invierno resulta recomendable realizar limpiezas sistemáticas para evitar los aullidos de los niños, o el infarto de los mayores cuando, por falta de presión en las calderas, en plena ducha se interrumpe el suministro de agua caliente. Y pasamos del calor al frío en unas involuntarias duchas escocesas. Lo peor del asunto es observar lo que sale de los grifos. Entonces sobrevienen espantos ante semejante perlas. Por no mencionar los lodos, sapos y culebras que entran en la red hidráulica como consecuencia de la desastrosa política de planificación de obras de aceras, cables televisivos, farolas, teléfonos, gas y electricidad que perfora la ciudad día sí, día también. En cuanto al sabor, estoy convencido que el desaguisado generará la vuelta de un viejo oficio como es el de aguador, ahora reclamo de turistas en Marruecos, pero que no hace muchos años constituía una fuente de ingresos para los más desarrapados de la España seca, que malvivían acarreando cántaros. Ahora son garrafas de ocho litros en los carros de la compra a domicilio y de cinco en cualquier comercio de barrio. Se venden bidones de agua en las panaderías, ultramarinos, tiendas de cien y kioscos de planta baja. Los contenedores están desbordados por los botellones de plástico. La venta de agua embotellada se está multiplicando vertiginosamente en esta ciudad porque no hay quien beba lo que sale del grifo. Y sin embargo lo más oscuro de estas cañerías es que de esto nadie se ocupa. Llevamos unos últimos meses, que ya empiezan a sumar años, en que Aguas de Valencia es noticia de primera página, pero no por este latrocinio al consumidor, sino por las batallas económicas por su control: que si los franceses de Bouygues, que si Bancaixa, que si el BCH (ahora BSCH), que si el naviero Boluda; y el sordo ruido a su alrededor de la larga interferencia del poder zaplanista. Todos dispuestos a tomar posiciones de cara a una nueva concesión que previsiblemente se adelantará a la próxima legislatura y en la que el interés público será, aún más, un residuo retórico arrinconado por la mayoría accionarial. Mientras, el Gobierno de España ultima con permiso de Pujol la privatización de los recursos hídricos a través de la reforma de la Ley de Aguas y confía al mercado la varita mágica de zahorí en este país de sequías. Así, lo que sale del grifo es un sucio milagro, la primera necesidad convertida en especulación.

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