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Cinco siglos después

Por estos días se cumplen exactamente quinientos años de la fundación de la Universitat de València. Hay todo un programa de actividades en marcha con el que la comunidad universitaria se propone festejar tan simbólica (emblemática, se dice ahora) fecha: simposios, actos solemnes, becas extraordinarias. Pero a los que, como yo, pertenecen a la institución e, incluso, están metidos en algún aspecto de la celebración, pudiera pasárseles por alto algo, no por triste, menos palmario: a juzgar por lo que uno oye o lee en la prensa y ve en televisión, no es evidente, ni mucho menos, que la sociedad valenciana esté emocionada por la efemérides; lo más probable es que le importe un comino o, incluso, que no llegue a enterarse siquiera. Creo que merece la pena reflexionar sobre esta circunstancia porque, contra lo que parece, éste no es sólo un problema de la Universitat de València: es, sobre todo, un problema de la Comunidad Valenciana. ¿Por qué no les interesa a los valencianos su Universidad? Conozco muchas universidades y hay de todo, como en botica. Existen ciudades que dependen de la Universidad y no se conciben sin ella; Salamanca, Oxford, Bolonia, son lo que son, en gran medida, porque desde la Edad Media la vida transcurre en ellas necesariamente entre docentes y discentes. También en lo económico: si los estudiantes extranjeros abandonasen Salamanca, habría que cerrarla; si las clases dominantes británicas dejasen de formarse en Oxford, algo empezaría a ir irremisiblemente mal en Gran Bretaña. Sin embargo, no es que las instituciones universitarias tengan el rancio abolengo de las citadas: otras más modernas concitan a su alrededor la vida cultural del territorio sobre el que ejercen su influencia como algo obvio y natural. En España es lo que sucede con casi todas, tanto con las antiguas como las de reciente creación. En realidad, el empeño que pusieron muchas ciudades por tener "su" Universidad, sólo se explica desde dicha perspectiva: la moderna proliferación de universidades uniprovinciales resulta innecesaria en la era del AVE y de las autovías, lo cierto es que la población de los lugares donde están ubicadas ha salido ganando. El Castellón post Universitat Jaume I va siendo otra ciudad completamente distinta y sólo por ello merecía la pena crearla y era de estricta justicia el hacerlo. Una situación diferente es la de las megalópolis. Evidentemente Barcelona y Madrid, y no digamos Nueva York, París, Roma o Ciudad de México, viven al margen de sus universidades, pero porque el número de habitantes es tan elevado que la misma actividad cultural, científica y socioeconómica de la Universidad se desarrolla en competencia con muchas otras instituciones e intereses. Las universidades de las viejas ciudades europeas cuyo hinterland ronda el millón de habitantes no sostienen la vida de la urbe que les da nombre, pero tampoco se limitan a ser una institución más. En Munich, en Sevilla, en Nápoles, en Praga, en Uppsala, la universidad es la memoria viva de la sociedad. Basta consultar sus archivos o pasear por sus edificios históricos para saber por qué tiene importancia aquel territorio: porque la tendencia pueblerina que aqueja a las comunidades europeas fue sacudida enérgicamente por su alma mater y, acogiendo ideas y profesores de fuera, supo hacer de la necesidad virtud renovando viejos planteamientos. En estas ciudades, la universidad suele tener origen medieval y funciona como un verdadero signo de identidad. Más allá de la parafernalia simbólica de los himnos y de las banderas, la demostración más palpable de que un territorio ha tenido a través de los siglos una entidad histórica que merezca la pena es que su cultura fue aglutinada por un centro universitario. La Universitat de València es mucho más que una universidad, constituye la prueba de que el Reino de Valencia no sólo era un territorio histórico o un espacio económico operativo, sino, sobre todo, una agrupación humana con un proyecto vital articulado. Desde que Jaume I decretara la libertad de educación en 1245 y se establecieran estudios de Lógica, Gramática y Filosofía, desde que en 1462 apareciera la Escuela de Cirugía y, particularmente, desde que el concejo municipal redactó los estatutos del Estudi General en 1499, sometiéndolos a la aprobación del papa Alejando VI y del rey Fernando I, el cap i casal tuvo la que pronto sería la primera universidad de la Corona de Aragón, la del reino que en aquel siglo XVI fue el más importante sostén de la misma. No sólo se celebran los cinco siglos de la Universitat de València, no. La celebración alcanza por igual a las demás universidades, la Politécnica, la de Alacant, la Jaume I y, ahora, la Miguel Hernández, pues no dejan de ser extensiones del mismo sentimiento comunitario que se congregaba en el Carrer de la Nau de València, de manera que lo que se conmemora afecta a todos los ciudadanos valencianos. También se celebra que hace años los burgueses del municipio quisieron sacudirse las tutelas eclesiásticas y se atrevieron a pensar por su cuenta. Y si se celebra todo esto, ¿cómo es posible que los valencianos, tan dados a la fiesta, no se echen a la calle, que no volteen las campanas y que los fuegos de artificio no iluminen las noches? Porque sería insensato no darnos por enterados del hecho de que la Universitat de València es mirada con recelo muchos cenáculos de la sociedad valenciana. Algo raro sucede para que cualquier celebración esté teniendo más resonancia que los cinco siglos de la Universitat de València. Uno sospecha que hay una conspiración del silencio empeñada en ningunear la efemérides, tal vez porque resulta molesta a más de uno. La Universitat de València fue uno de los últimos reductos que se opusieron a la barbarie de la guerra civil y su máximo responsable, el rector Peset, lo pagó con la vida, pero a muchas universidades españolas les ocurrió otro tanto. El problema surge cuarenta años después, cuando la Universitat de València se enfrentó a la irracionalidad filológica a comienzos de la transición política y quedó marcada por el estigma de universidad "difícil". Desde entonces, los gobiernos autonómicos han pretendido aprovechar la moderna tendencia a la creación de nuevas universidades en el sentido de alumbrar centros que pudiesen considerarse "suyos" y, sobre todo, que pudieran oponer a incontrolable Universitat de València. Es verdad que en todas partes ha sucedido poco más o menos lo mismo, pero no a costa de estigmatizar a su universidad histórica, triste singularidad del caso valenciano. Concedamos que la más antigua institución universitaria valenciana no siempre ha sabido responder con la debida agilidad a los retos que la evolución de las necesidades sociales y culturales de la sociedad le iba planteando y que, en ocasiones, se ha movido con la torpeza de un anciano. También concederemos que, a veces, ha respondido con innecesaria estridencia a ciertos requerimientos del poder civil. Pero estos vicios de funcionamiento, que haríamos mal en pasar por alto y no intentar corregir, no empecen la realidad de que la Universitat de València es la conciencia viva de nuestra cultura y de que una sociedad que se obstina en ignorar de donde viene, seguramente desconoce hacia dónde va y, sin quererlo, camina alocada hacia el abismo. Todo el énfasis sobre las señas de identidad que se nos avecina con las elecciones, sonará a hueco mientras no se comprenda que una de estas señas es precisamente su universidad. ¿Lo entenderán así?

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