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El desastre

El proverbio latino que asegura que Júpiter vuelve locos a aquéllos a los que quiere perder debe ser rectificado; primero los vuelve ciegos. La tragedia actual de Kosovo estaba anunciada desde 1989, fecha en la que Milosevic suprimió la autonomía de esta provincia yugoslava. Las depuraciones de la guerra de Yugoslavia de 1992 a 1995 hacían suponer la depuración étnica a la que estaba destinada Kosovo. Desde entonces, el presidente Rugova no cesó de alertar en vano a las capitales occidentales para que apoyaran su movimiento de resistencia pacífica y democrática para recuperar la autonomía perdida. La política europea de avestruz duró hasta 1998. Fue necesario que se iniciara una guerrilla albanokosovar para desencadenar, a la vez que la purificación étnica serbia, el despertar de las potencias occidentales, preocupadas por una posible desestabilización en esta zona peligrosa de los Balcanes.

La conferencia de Rambouillet se convocó con la convicción occidental de que una poderosa presión haría ceder al "realista" Milosevic. Su negativa a firmar desencadenó los primeros ataques aéreos, llevados a cabo con la certeza de que Serbia capitularía en pocos días.

Desde el comienzo de las operaciones, los grandes jefes de la coalición, desde Clinton hasta Chirac, aseguraron que no habría intervención por tierra, lo que confirmó a Milosevic en su resistencia.

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El bombardeo aéreo de Inglaterra en 1940 no la hizo capitular, como tampoco hicieron capitular a Hitler los incesantes bombardeos sobre las ciudades alemanas desde 1943 hasta 1945. La guerra de Irak sólo se ganó porque los ataques aéreos fueron seguidos de una intervención terrestre.

La intervención por tierra habría tenido que planearse y prepararse desde antes de Rambouillet. Habría permitido el control de las zonas clave en Kosovo, y se habría beneficiado de la ayuda de la población, así como de la superioridad aplastante de la aviación de la OTAN.

Una guerra con sólo ataques aéreos es absurda. Un realismo medido por la cantidad de aviones, de misiles y de bombas conduce a la más desastrosa falta de realismo. Así, la guerra se lleva a cabo ignorando la realidad que constituye la psicología de una nación heroica que saca de su conciencia histórica de nación mártir, desde 1389 hasta las dos guerras mundiales, la inconsciencia de haberse convertido en una nación verdugo.

Las destrucciones de las ciudades serbias destruyen la oposición a Milosevic, consolidan la sensación de seguir viviendo el martirio y refuerzan la identidad nacional en torno al dictador. Los bombardeos a Montenegro renuevan los lazos con Serbia, que se estaban desmoronando.

La lógica cuantitativa de la OTAN sólo reconoce una entidad cualitativa: la de sus pilotos, cuya vida debe ser salvaguardada a cualquier precio. De ahí los bombardeos a gran altitud; a veces, un caballero norteamericano del cielo cree bombardear tanques cuando aniquila tractores de un convoy de refugiados a semejanza de Don Quijote, que tomó los molinos de viento por gigantes. La salvaguardia de las vidas de la ONU se paga al alto coste de gran cantidad de muertos serbios y kosovares, que, aunque unidos en la muerte, se odian cada vez más en la vida.

La lógica abstracta y mecánica de la OTAN ignora todo de la ecología de la acción: el sentido de una acción comienza a írsele de las manos a sus autores en el momento en que entra en el juego de las interretroacciones del medio en que se introduce. Así, una acción puede no sólo no obedecer a las intenciones que la han provocado, sino girarse en el sentido contrario. Es lo que ha pasado en Kosovo. La guerra de ataques aéreos ha acelerado, ampliado y agravado el proceso de limpieza étnica, que se ha convertido en un vaciamiento sistemático con deportaciones masivas de los habitantes y destrucción de sus casas. Las intenciones humanistas y humanitarias de los aliados desembocan en la peor falta de humanidad. Tras la política del avestruz llevada a cabo desde 1989 hasta 1998, la política del abrazo del oso triunfa en 1999.

Es el desastre. Parar los ataques aéreos sería dar la victoria a Milosevic y consagrar la limpieza de Kosovo. Continuarlos consolida a Milosevic y acelera la limpieza de Kosovo. Naturalmente, una guerra aislada podría, a la larga, romper la resistencia de Milosevic. También podría ocurrir, aunque es una hipótesis improbable, que un golpe de Estado político-militar derrocara próximamente al dictador y parara la guerra.

En la lógica actual, la necesaria intervención terrestre sólo puede ser rápida y poderosa. Ahora, aunque se decidiera y acelerara su preparación, correría el riesgo de llegar demasiado tarde y de provocar un nuevo estancamiento en un Kosovo vacío de sus albaneses y transformado en fortaleza serbia, y no se puede decir que no provocara una contraintervención.

El prolongamiento de la guerra aumenta el peligro de su propagación. Macedonia ya se está desestabilizando y va camino de desmoronarse. La solidaridad de las naciones eslavas y ortodoxas hacia una Serbia víctima de los ataques aumenta con el incremento de los bombardeos y oculta el martirio sufrido por los albaneses de Kosovo. Dado el despertar de los odios étnicos, nacionales y religiosos en la región, no se puede descartar del todo la posibilidad de una reacción en cadena que abarque los Balcanes y provoque una tercera guerra mundial.

Naturalmente, están en marcha importantes fuerzas de paz que pueden llevar a una solución política, término púdico que significa compromiso. Un compromiso ahora sólo puede consistir en el reparto de Kosovo, en el que Serbia se reservaría la parte fértil y abandonaría a un Estado albanés enano la parte estéril. Esto supondría el abandono de los justos fines de la guerra por un desenlace que evitaría los terribles peligros de su propagación.

Sea como sea, el estropicio es irremediable. El desastre surgido del corazón de Europa ha golpeado a Europa en el corazón. Este desastre se ha generalizado. La barbarie del totalnacionalismo no ha sido la única que, efectivamente, ha desencadenado el desastre. En la parte occidental se han producido los estragos de una racionalidad ciega, por abstracta, cuantitativa, mecánica, que ha dividido y encasillado todas las realidades complejas, incapaz de situar en el contexto adecuado sus datos y sus problemas, incapaz de comprender las pasiones humanas, incapaz, sobre todo, de comprender las carencias de su propia lógica e incapaz de concebir su propia ceguera.

Madness! ¡Locura! ¡Locura! Locura no sólo del totalnacionalismo serbio y de sus estragos. Locura también de una guerra de ordenadores, de cálculos, de cifras, de máquinas asesinas, enmudecida por un pensamiento tecnomilitar reductor.

Las tragedias de Shakespeare concernían a los reyes. Las tragedias contemporáneas conciernen a los pueblos. Si, como temo, una vez más se aceptara lo inaceptable, y, una vez más, se tolerara lo intolerable; si los kosovares fueran vencidos, dispersados, forzados a emigrar; si eso ocurriera, lloremos, lloremos de dolor y de rabia contra las dos barbaries imbéciles, sin conciencia de sí mismas, que siguen controlando el mundo.

El agonizante siglo XX nos revela una vez más, claramente, su herencia de muerte y de horror. Esperemos que el siglo XXI se encauce por un nuevo camino.

Edgar Morin es sociólogo francés.

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