Truman, nuestro santo patrón ARCADI ESPADA
No hay mejor metáfora de la vida catalana contemporánea que El show de Truman, una película reciente donde se examinan las consecuencias de haber convertido la vida de una pequeña comunidad en un plató televisivo. Por supuesto que la metáfora está disponible para muchos lugares y muchas circunstancias; pero difícilmente se encontrará un plató más idóneo que Cataluña -y su televisión nacional- para encajarla. TV-3 es un foco potentísimo y un altavoz ensordecedor que se proyecta con eficacia y sin tregua sobre el territorio catalán. Cataluña es demasiado pequeña para la fuerza desproporcionada que ha alcanzado TV-3: la densidad de la contaminación televisiva alcanza aquí niveles tan inusitados que si la oposición al pujolismo quisiera tener alguna idea propondría, antes que cualquier otro cambio, reducirle foco y volumen al aparato. La condición trumanesca de Cataluña alcanzó el pasado Sant Jordi su esplendor. Lo nunca visto. El gigantesco escenario que construyó la cadena para retransmitir el Sant Jordi, levantado, impuesto, en un espacio público de gran valor económico y simbólico -nada menos que la cabecera de La Rambla en el día de mayor promiscuidad ciudadana del año-, sólo es el símbolo prepotente de un autoridad, de una intervención que afecta de modo creciente a la vida política, social y cultural de Cataluña. Los ejemplos políticos son tan repetidos y tan hirientes que no insistiré en ellos. En lo demás hay mucho donde escoger: TV-3 tiene responsabilidades evidentes en la conversión de Cataluña en un club de fútbol, TV-3 dicta el reparto de los teatros de la ciudad -sólo hay que escuchar el bramido feliz que se levanta en las plateas cuando pisa el escenario cualquier ínfimo figurante del último culebrón- y TV-3 decide ya los libros que se venden, a partir de que algunas de sus estrellas se han puesto a escribir. Debo decir que este último asunto me deja por completo indiferente: es verdad, como ha demostrado el último Sant Jordi, que en Cataluña el público lector aún puede descender por debajo del nivel de Antonio Gala. Pero ésta es una proeza menor, comparada con otras vinculables, como el fracaso del sistema de enseñanza o el índice general de lectura de una sociedad que hace 25 años se proponía dar sopas -de letras- a España. Sin embargo, este Sant Jordi pasará a la historia, sobre todo, por el clima de gregaria rendición a la brutalidad mediática con que se ha vivido. Conviene matizar, antes de seguir adelante, que siempre fue una fiesta en el filo de la navaja: la navaja era la espantosa cursilería que podría suponer ver pasar a cientos de mocitas con su rosa y sus espinas y a cientos de mozalbetes con su libro envuelto, por una vez en la vida. Pero abril es un mes muy agradable para las ciudades y a las gentes les suele sentar bien la laxitud laboral -pagada- que tiene el día y que es una de las inquebrantables razones de su éxito. En los años del final del franquismo la fiesta, además, ganó un prestigio perdurable en el corazón de las gentes: Sant Jordi, el desfile de Sant Jordi, era una manifestación masiva no autorizada, y más que tolerada, soportada. Los ciudadanos tenían la sensación de estar pisando zonas de la ciudad -de la real y de la simbólica- inexploradas y haciéndolo, además, con la elegancia y la paz de los libros. En aquellos días se insistía en que Sant Jordi era una fiesta cívica, adjetivo que por lo demás siempre me pareció subvencionado. Ahora se empieza a hablar de una fiesta mediática: el adjetivo es más cursi que las rosas, pero es tan exacto como lo era el otro. Pero de este Sant Jordi mediático lo más llamativo, ya lo insinué, es la rendición, la incapacidad de editores, promotores, instituciones públicas -toda la gente que de una forma u otra cobra de la cultura- para organizar en ese día una zona desmilitarizada, ajena al plató, que permita recordar sin estridencias que, al fin y al cabo, ésta es -también- una fiesta de la lectura. ¿Qué hicieron el Departamento de Cultura, el Instituto de Cultura de Barcelona, el Centro de Cultura Contemporánea, cultura, cultura y cultura, el pasado Sant Jordi, aparte de habilitarse como pequeños platós y ejercitarse sus responsables en el sucar-hi del divino Carner, a las diez en Palau? ¿A qué convocatoria editorial -privada- dio ansia y gozo asistir? ¿Qué novedad, más allá del trumanismo, nos ha traído el anquilosado Sant Jordi en los últimos años? ¿Alguien ha caído en la cuenta de que las citas más excitantes del pasado 23 de abril se daban en Madrid, en el ejemplar Círculo de Bellas Artes, con esa lectura coral del Quijote, que ya es tradición, y la interpretación que hizo Manuel Galiana de los fragmentos de Conversaciones en la catedral, la obra de Vargas Llosa, que cortó y cosió Marcos Ordóñez, e incluso con la sutil exposición, ¡en Madrid!, de una muestra de libros catalanes? La tragedia de Truman es que un día descubre que no existe.
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