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Kosovo y el nuevo orden internacional

Al iniciarse nuestro siglo XX, había una sensación generalizada de que las columnas de la paz y el progreso descansaban sobre cimientos seguros. El mundo imperial del hemisferio norte controlaba los recursos y las políticas del mundo colonizado del sur y del oriente. El equilibrio entre las potencias europeas se había logrado tras el conflicto franco-prusiano de 1870. Los Estados Unidos habían consolidado su propia posición imperial tras la derrota de los restos del dominio español en el Caribe y las Filipinas. La "gran ilusión" de una paz permanente se vino abajo en agosto de 1914 en Sarajevo. El asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria por un nacionalista serbio, Gavrilo Prinzip, desató la primera guerra mundial. Las ambiciones imperialistas y las demandas nacionalistas volvieron a brotar, disfrazadas aquéllas, desnudas éstas. En los Balcanes se inició el siglo más breve, como lo ha llamado Eric Hobsbaum, sólo para terminar, otra vez, en los Balcanes en 1999. El siglo más breve y también el más cruel, porque jamás los logros técnicos y científicos contrastaron de manera más brutal con el atraso moral y político.

La neo-balcanización de la política internacional en Kosovo no era menos inesperada que la balcanización de 1914. Entonces, se trataba de distribuir esferas de influencia entre los países de la Triple Alianza (Alemania, Italia y Austria-Hungría) y la Entente Cordiale (Francia e Inglaterra), dentro de un sistema de equilibrio de fuerzas que databa del Congreso de Viena que reordenó la política europea después del ocaso napoleónico. La Santa Alianza reaccionaria y monárquica forjada entonces por Talleyrand, Metternich y Wellington, no logró, sin embargo, apagar los fuegos nacionalistas y revolucionarios de 1848 ni, a la postre, las revoluciones del mundo colonizado, empezando por China y México. Ahora, se trata, ni más ni menos, de ordenar la política global tras el fin de la guerra fría que, durante casi medio siglo, enfrentó a los EEUU y la URSS en una política de terror nuclear.

Ahora, un nuevo hecho domina todos los demás. Ya no se trata de una confrontación entre dos grandes potencias nucleares. Se trata de confrontaciones entre grupos étnicos, nacionalismos irredentos, fundamentalismos religiosos, afirmaciones culturales. Se trata, en suma, de la presentación del cahier de doléances, de la lista de agravios de la aldea local, frente a las nuevas realidades de la aldea global, las inversiones transnacionales, la especulación financiera, la modernización uniforme.

Pero si los intereses en juego, así del lado de la aldea local como de la aldea global, escapan tanto a las jurisdicciones nacionales como a las internacionales, el tema central para el siglo que viene será la creación de un orden jurídico internacional que dé cabida a los reclamos de una globalización atenta no sólo al mercado sino a las sociedades, y a los de una localización que, de nueva cuenta, proponga los valores de la convivencia social -educación, salud, cultura, comunicaciones, democracia- desechando los de la animosidad racial, religiosa o nacionalista. El problema, políticamente, es que hoy el poder global se concentra en una sola nación, los EEUU de América, por más que ese monopolio decisivo se enmascare con la OTAN (como ayer con la OEA). El desafío diplomático, en consecuencia, es que el gobierno de Washington se atenga a las normas de la convivencia internacional, en beneficio propio y de la comunidad internacional. Corresponde a ésta, a los Estados-Nación miembros de la ONU y de los organismos regionales, negociar constantemente con el gobierno norteamericano, haciéndole ver los peligros que para la propia estabilidad y prosperidad de los EEUU entraña un mundo de guerras locales proliferantes, que en muchísimos casos -Yugoslavia es el mejor ejemplo- no pueden ganarse desde el aire, con bombas ruidosas y aviones silenciosos, sino que requerirían tropas en tierra. ¿Toleraría la opinión pública de los EEUU, después de la derrota en Vietnam, el sacrificio de su juventud en las montañas impenetrables de Yugoslavia, donde ni siquiera la Wehrmacht de Hitler pudo derrotar a los guerrilleros de Tito?

Más allá de este hecho político aplastante -la hegemonía global del gobierno de Washington- se encuentra, paradójicamente, el surgimiento de los minúsculos poderes locales de las culturas soterradas durante las grandes confrontaciones ideológicas del siglo XX. La Alianza Atlántica en general, y los EEUU en particular, ya no tienen que vérselas con grandes desafíos ideológicos como el nazifascismo o el comunismo. Ahora tienen que entender realidades religiosas, nacionales, tribales, lingüísticas que, en virtud de su debilidad militar y su fuerza cultural, establece un juego internacional totalmente nuevo y que pone en Estado de flujo todas las categorías acostumbradas del trato entre las naciones.

Crisis de las ideas de soberanía y autodeterminación, de intervención y no-intervención, de nacionalismo e internacionalismo. Y, como lo demuestran tanto Pinochet como Kosovo, nueva vigencia y universalización de los derechos humanos.

Pongamos ciertos ejemplos para reflexionar en torno a esta crisis. Kosovo es parte integrante del Estado serbio, tanto como California lo es de los EEUU o Chiapas de México. Pero el noventa por ciento de la población kosovar es albanesa. Supongamos que, el día de mañana, las tres cuartas partes de la población de California es hispanoparlante y de origen mexicano. ¿Cómo respondería Washington a un separatismo californiano? ¿Cómo, a una voluntad californiana de reintegrarse a México?

En otras palabras: ¿Qué derecho priva? ¿El de la nación o el de la región? ¿El de la identidad cultural o el de la soberanía nacional?

Me parece que la respuesta no es difícil de dar, aunque su implementación sí lo es. Un estatuto de autonomía dentro de la unidad de la nación es una solución factible, como lo demuestran las autonomías españolas. Debería serlo dentro de la nación mexicana, como lo conceden los acuerdos chiapanecos de San Andrés. Pero si un tiranuelo como Slobodan Milosevic viola su propia ley interna, se niega a respetar la identidad albanesa en Kosovo y procede a una política de genocidio en nombre de la soberanía del Estado serbio, ¿debe o puede la comunidad internacional intervenir o debe cruzarse de brazos? ¿Debió intervenir la comunidad internacional contra la Alemania nazi cuando Hitler inició su política de exterminio de los judíos, mucho antes de que estallara el conflicto mundial de 1939? ¿Se habrían salvado, de esta manera, seis millones de vidas?

La respuesta, también en este caso, tampoco es difícil.

La Carta de las Naciones Unidas autoriza el uso de la fuerza, una vez agotados los recursos de negociación, en casos de amenaza a la paz, actos de agresión o en legítima defensa, siempre y cuando la autorización provenga del Consejo de Seguridad. Ya en 1950, EEUU se aprovechó del boicoteo soviético del Consejo de Seguridad para usar la fuerza contra Corea del Norte. Pero en esta ocasión, los norteamericanos se han saltado soberanamente al Consejo para iniciar una acción contra un Estado miembro y, lo que es peor, por acciones que afectan a la soberanía interna de ese Estado.

El antecedente es peligrosísimo por todo ello. Kosovo es tan parte de Serbia como California de EEUU o Chiapas de México. Pero la agresión de Milosevic contra la mayoría albanesa de Kosovo es tan flagrante como podría serlo, pongamos por caso, la hipotética agresión de EEUU contra una concebible mayoría latina en California o, si se diese el caso, como una guerra de exterminio del Gobierno mexicano contra la minoría indígena de Chiapas.

La intervención de EEUU y la OTAN en Yugoslavia se justifica a sí misma como una causa humanitaria. Y aunque es cierto que ella es razón válida en el derecho consuetudinario (al que tan adicto es el mundo angloamericano), sólo tendría plena legalidad si se ciñera al derecho escrito (al que tan adictos somos los latinoamericanos). La acción en Kosovo no cuenta con la aprobación del Consejo de Seguridad. Por temor al veto chino o soviético, los norteamericanos se han saltado al órgano ejecutivo de las Naciones Unidas.

La acción unilateral de la OTAN establece un antecedente muy peligroso: los organismos regionales pueden actuar sin la aprobación del Consejo de Seguridad. Es decir, la OEA, dado el caso, podría intervenir militarmente en un país latinoamericano por "causas humanitarias". Y las mismas, por supuesto, no faltan. ¿Es menor el drama humano de los kurdos dentro del Estado turco? Claro que no, sólo que Turquía es miembro de la OTAN y, como tal, "sin pecado concebida". Las "causas humanitarias" abundan también en el África subsahariana, pero en este caso, su pecado es ser remotas... y africanas.

El presidente Bill Clinton tiene una pronta respuesta a estas objeciones: no actuar en todos los casos no significa no actuar en este caso. Kosovo está en Europa, y Europa es esencial a la seguridad de EEUU. Pero el principio de no intervención sigue siendo esencial a la seguridad de las naciones. Permite las excepciones definidas por los instrumentos internacionales; no es un principio absoluto. Pero no puede ser sustituido por su antítesis, el derecho a la injerencia. Cito a uno de los más distinguidos cancilleres mexicanos de este siglo, Bernardo Sepúlveda: "Los riesgos de aceptar ese supuesto derecho de injerencia son inmensos. Al abrir la puerta a las excepciones, se frustra un fin del orden jurídico, que es la seguridad y la certidumbre. Además, se introduce un elemento de arbitrariedad, al ser la potencia intervencionista la que juzga y califica la razón de ser de su injerencia. Un régimen jurídico no admite esos grados de discrecionalidad".

Está en juego, finalmente, el concepto de lo que entenderemos por "soberanía" en el siglo que viene. Cabe recordar que no se trata de un concepto expansivo, sino limitado. La soberanía se mide más como excepción que como regla. Si el Estado es soberano en el orden interno, sólo lo es en la medida de los límites al abuso del poder. Confundir "soberanía" con el uso y abuso ilimitados del poder es negarle a la soberanía su fuente misma, que es la voluntad popular. "El Estado soy yo", dijeron Luis XIV y numerosos presidentes latinoamericanos. "La soberanía reside en el pueblo", dijeron Rousseau y todas las constituciones latinoamericanas. Después de las terribles experiencias del siglo que muere, no cabe duda que la soberanía es inseparable de la democracia. La soberanía de la tiranía se ha convertido en un contrasentido.

De allí que, ante las amenazas del mundo dominado por la lógica global especulativa, la única respuesta para defender la soberanía interna sea, como lo señala Norberto Bobbio, aumentar el número de Estados democráticos y democratizar el sistema internacional en su conjunto.

Limitada internamente por la democracia, la soberanía lo es también por la autolimitación internacional en virtud del principio pacta sunt servanda. Al participar de la comunidad internacional, el Estado nacional concluye un pacto de autolimitación que se extiende al requisito de no intervención en los asuntos internos de otros Estados. Kosovo es asunto interno de Serbia. Pero Milosevic carece de autoridad democrática. Su invocación es puramente nacionalista, como pudieron serlo las de Victoriano Huerta en México o Augusto Pinochet en Chile. Otra hipótesis ilustrativa: ¿debieron intervenir Inglaterra y Francia en la guerra civil española toda vez que Alemania e Italia sí intervinieron, asegurando el triunfo de Franco? La no intervención, como la soberanía, toleran excepciones (pero Sepúlveda tiene razón: una cosa es la no intervención y sus excepciones; otra, el derecho de injerencia y las suyas).

En una notable conferencia dictada poco después del fin de la guerra fría, Miguel de la Madrid hacía notar que hasta ese momento, la estructura de la organización internacional era una extensión del sistema interestatal, no la creación de un esquema supranacional. Pero hoy asistimos a la desintegración de imperios (la URSS), al monopolio del poder global (EEUU), al desmembramiento de Estados nacionales (Yugoslavia), pero también a la reunificación de Estados divididos (Alemania), a integraciones regionales (la CEE, Mercosur, el TLC) y a las autonomías regionales (Canadá, España).

Lejos de desaparecer, concluía De la Madrid, la soberanía encara nuevos problemas. Bobbio los resume con precisión. Por un lado, vivimos en el "saint-simonismo" tecnocrático de empresas transnacionales que significan el triunfo del homo economicus sobre el homo sapiens. Por el otro, resurgen los fundamentalismos y los localismos. Yo considero que la única postura viable ante este dilema es separar los aspectos negativos de la globalización (especulación, inversiones golondrinas, privilegio de la circulación de mercancía sobre la circulación del trabajo, información dispensable, darwinismo global) de sus aspectos positivos (transparencia y abundancia de la información, circulación y aplicación de las tecnologías, inversiones productivas, universalización de los derechos humanos) y radicar éstos en las políticas locales de educación, salud, comunicaciones, ahorro y empleo.

Pero el futuro siempre tiene un pasado. Hace casi un milenio, santo Tomás de Aquino liberó a la sociedad y al Estado de su connotación pecaminosa y las convirtió, a contracorriente de las verdades adquiridas de la cristiandad, en encarnaciones del propósito moral e instrumentos para las realizaciones de la justicia y la virtud.

Con todos los tropiezos que conocemos, la sociedad y el Estado han cumplido, en gran medida, esa función en la modernidad que acaso previó santo Tomás. La sociedad y el Estado no deben ser vistos como instrumentos del mal, sino del bien común. ¿Sabremos elevar la sabiduría tomista, que se adelantó tres siglos al surgimiento del Estado nacional renacentista y cinco al de los movimientos revolucionarios francés y norteamericano?

¿Sabremos elevarla a una nueva sabiduría internacional que le otorgue al derecho de gentes y a sus instituciones el vigor suficiente, pese a los inevitables tropiezos, pese a la innata capacidad humana de dañar a nuestros semejantes, para darle una dosis de "bien común" a la modernidad a la vez global y local, nacional y multinacional, que limite los abusos del poder (en Washington y en Belgrado) y le dé un nuevo y positivo sentido a la soberanía y a la autodeterminación, a la intervención y a la no intervención, a las instituciones internacionales y a la protección de los derechos humanos?

Mientras tanto, Milosevic viola, asesina y expulsa a la minoría albanesa y la OTAN destruye a un país y mata, "accidentalmente", a seres humanos. Es más peligroso, en las guerras modernas, ser ciudadano que ser soldado...

Carlos Fuentes es escritor mexicano.

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