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LA CRÓNICA El desierto de la espera PONÇ PUIGDEVALL

Era un viernes a última hora de la tarde, me encontraba en Barcelona, acababa de salir de una librería y no tenía ningún compromiso. Al pasar por delante del bar Zurich, miré la gente sentada en la terraza y la gente situada de pie alrededor de la salida del metro, y recordé los días en que yo también perdía el tiempo en el mismo lugar mientras esperaba la llegada de una novia impuntual. No tenía ningún compromiso, era un atardecer plenamente primaveral, y cuando observé que una de las mesas quedaba libre, no vacilé y me dispuse a sentarme y recordar mientras espiaba las caras y los gestos de impaciencia, el miedo a sufrir un plantón que yo mismo debía mostrar tiempo atrás, cuando temía que mi novia no fuera ya impuntual, sino que no apareciera porque había preferido la compañía de otro. Cuando tomé posesión de la mesa lo primero que hice fue sacar de la bolsa de plástico los libros que había comprado y, mientras esperaba la llegada del camarero, empecé a hojear uno, recordando algunos títulos que devoré allí mismo mientras esperaba y maldecía la impuntualidad de mi novia. Y también pensé, mientras leía fragmentos aquí y allá del libro, una selección de cartas de Lord Byron, Débil es la carne, que su título era muy adecuado para el ambiente primaveral que se respiraba desde aquella perspectiva, con el paso incesante de cuerpos femeninos, de caras y caderas y espaldas desnudas que se iban sucediendo sin fin. Y en aquella situación, pasando las páginas, alzando la vista y buscando la mirada del camarero, tuve que fijarme en las facciones perfectas de una chica morena que permanecía sola en una mesa cercana y con la actitud inconfundible de quien espera a alguien. Observaba el paso de los transeúntes y en alguna ocasión hizo el gesto de levantar la mano, pronto rectificado: me indigné con la poca finura de alguien que se atrevía a retrasarse y hacer sufrir a aquella belleza. Miraba con expectación cada nueva figura que salía del metro, con la misma esperanza que conservaba yo tiempo atrás, con la misma ilusión que sentía Lord Byron mientras esperaba una carta de su amada Teresa Guiccioli en la Venecia de principios del siglo XIX, según me informó una frase leída al azar en el libro que tenía en las manos y antes de que una voz me pidiera qué deseaba tomar. Aquella interrupción en mi espionaje sirvió para que me diera cuenta de que la chica morena me había descubierto, y pensé en cuánto me molestaban tiempo atrás las miradas impertinentes que me recordaban que quizá mi novia impuntual se había olvidado de mí. Entonces me dediqué a observar a la gente que se arracimaba alrededor de la salida del metro, y tuve la certeza de que su espera era aún mucho más incómoda porque era demasiado manifiesta, expuesta como distracción de los ocupantes de la terraza. Había quien se semejaba a las estatuas, había quien iba alternando sobre cada pierna el peso del cuerpo y había quien recorría un pequeño trecho sin perder la vista de un punto fijo más allá del tráfico. Pero quienes me llamaron más la atención fueron unos individuos que no ofrecían el aspecto de esperar a nadie ni a nada, que parecían cumplir tan sólo con su deber como herederos del hombre de la multitud que imaginó Poe, haciendo quizá un descanso en su incansable travesía de la ciudad, disimulando su agotamiento de la misma manera que empecé yo a disimular mi soledad cuando me di cuenta de que dos chicas me miraban y reían porque se imaginaban que alguien me había plantado. Para evitar el nerviosismo, tal como hacía cuando esperaba a mi novia impuntual, empecé a leer entre las páginas del otro libro que llevaba conmigo, Microcosmos, de Claudio Magris, y al poco ya estaba yo en otra dimensión, en una pequeña ciudad de provincias del norte de Italia, sentado en un café, sin esperar a nadie y dejando que el tiempo pasara apaciblemente. Pero un ruido de sillas, el olor de un perfume y una voz cálida que no iba dirigida a mí rompió el hechizo. Al levantar la vista topé con los ojos de la chica morena, la cintura abrazada por un joven que pronto supe que no se la merecía y, cuando perdí su pista entre la multitud, descubrí que alguna sensación reconocible, de abandono o tristeza, se había instalado en mí, una sensación parecida a la que me venció el día en que tuve la convicción de que ya no estaría obligado nunca jamás a volver a esperar a mi novia impuntual. Entonces supe que ni una sola de las razones que me había inventado para hallarme allí, en la terraza del Zurich, era cierta, que todas eran simples estrategias para disimular tal como lo hacían los hombres solos apoyados en la barandilla de la salida del metro, mezclado también entre la gente que de verdad tenía algo que esperar. Y entonces recordé, como un relámpago cruel, el libro que estaba leyendo cuando mi novia impuntual me abandonó, aquel libro sobre la inútil tarea de esperar que escribió Dino Buzzati y que se llama El desierto de los tártaros, y me dije, como un vano consuelo, que su protagonista, Drogo, era forzosamente uno de mis ídolos de ficción.

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