_
_
_
_
_
Tribuna:LA HORMA DE MI SOMBRERO
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Tomeo, "nobelable" JOAN DE SAGARRA

El pasado miércoles, el editor Jorge Herralde y un servidor nos subimos al Talgo camino de Zaragoza -cuatro cochinas horas- para participar en un homenaje al escritor oscense (Quicena, 1931, aunque hay quien da como año de su nacimiento 1932) Javier Tomeo, aragonés, baturrico de pro, al cual, según dijo Juan Bolea, concejal de Cultura del Ayuntamiento zaragozano, "hasta ahora se le había hecho -a él y a su obra- escaso reconocimiento público". Será en Zaragoza, porque aquí, en Barcelona, y más concretamente en mi barrio -que también es el de Tomeo-, en el paseo de Sant Joan, entre las calles de Rosselló y Provença, el baturrico Tomeo es todo un personaje. Aunque el librero de la esquina del paseo de Sant Joan con Rosselló no se haya enterado: el viernes, en la modesta paradita que montó frente a su tiendecilla, no mostró ningún libro de Tomeo (todo eran marujas, maripaus, el Dios en La Habana, las afueras de Dios, el mosén Tronxo, la telebasura y la hagiografía de Martí i Pol). No te jode. Fuimos a Zaragoza a aupar a Javier Tomeo -les copains d"abord!- y a sumarnos a la propuesta del Ayuntamiento zaragozano de pedir para Javier, el ilustre oscense, nada menos que el Premio Nobel. Y es que uno piensa que si el Nobel se lo han dado a don Camilo, no hay razón para que no se lo den a Javier, el cual no sólo escribe mejor que el marqués gallego -con menos pochas, menos Rolls Royce y menos negra imponente, pero con más sapos bebedores de cerveza, algún que otro unicornio y hasta un hombre tortuga-, sino que encima es más simpático. Así que en Zaragoza, en el paraninfo de la Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales, nos reunimos un grupo de fanáticos de Javier Tomeo para auparle en su carrera hacia el Nobel. Menuda pandilla: Herralde, su editor; el crítico literario Rafael Conte, maño como Tomeo; Ramón Acín, crítico literario de El Heraldo de Aragón, el hombre que mejor conoce la obra de Tomeo; el profesor de economía Luis Alegre, que lo mismo se te pone a cantar la La bien pagá un 28 de junio en las colas de la Delegación de Hacienda zaragozana que te lo encuentras en una discoteca luciendo la camiseta de Guardiola y bailando la yenka con Penélope Cruz; Gabino Diego, otro fan de Tomeo, y un servidor. Moderaba -es un decir- la mesa el periodista Félix Romeo, orondo y saleroso muchacho. Aparte de Acín, que se puso un pelín serio, se habló principalmente de la afición que tiene Javier a perderse por los teatros en que estrenan sus obras, de la anorexia de sus novelas -anorexia que Herralde cambió por el concepto francés de fause maigre, es decir, que tiene tetas y culo, cosa que a Javier le encantó- y de la misoginia del escritor oscense, la cual, dicen, supera a la de don Santiago Ramón y Cajal, lo cual no es poco. Total, que si no le dan el Nobel a Tomeo no será porque los amigos de la mesa no hayamos hecho cuanto pudimos para que así fuese, aunque, a decir verdad, yo creo que acabarán dándoselo, porque a un escritor de raza como Javier, desconocido para una ministra de Cultura del PP, la misma señora que confundió a Saramago con una tal Sara Mago, esas tonterías han de traerle suerte. Tomeo se mostraba feliz y contento en Zaragoza. Iba por el paseo de la Independencia junto a Gabino Diego y se maravillaba de que la gente le parase y le pidiese un autógrafo. "A mí, que no soy nadie, y yendo con Gabino", decía el angelote. A los aragoneses les hace gracia eso de tener a un paisano nobelable -el escritor aragonés más traducido en todo el mundo- y ya se lo imaginan vestido de baturro y bailando una jota ante el rey de Suecia. Por la tarde fuimos al teatro Principal, que cumple 200 años, donde se estrenaba Los misterios de la ópera, adaptación teatral de la novela homónima de Javier, con Jeanine Mestre, Paco Casares y Emilio Gavira, bajo la dirección de Carles Alfaro, el hijo del escultor valenciano, un hombre de teatro hecho y derecho. Es un encanto, una preciosidad de espectáculo, con esa voluminosa soprano -bueno, no tan voluminosa como sería de desear-, Brigida von Schwarzeinstein (Jeanine), incapaz de precipitarse con su caballo en la pira en la que arde el cadáver de su amado Sigfrido, pero ansiosa de que un bombero del teatro la deje satisfecha. Yo calificaría esa obra -con la manía que tenemos los críticos de calificarlo todo, obras, autores, intérpretes; de colgarles a todos su sambenito- como un Bernhard maño: con hora y media más de espectáculo -es decir, el doble-, una Brunilda un tanto más hipopotámica y una jotica bailada con obstinación germánica por un lúbrico bombero turco, lo mismo puede arrasar en Salzburgo que en Bayreuth. Rematamos la jornada con un delicioso ternasco que nos zampamos Javier y un servidor en Casa Emilio, una de las mesas más nobles y entrañables de Zaragoza. Y entre bocado y bocado, yo le decía a Javier lo agradable que ha de ser sentirse aragonés, baturrico y nobelable, querido por todos, lejos de esa tortilla envenenada en la que se mezclan el Porcel, el Gimferrer, el Martí i Pol...

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_