Por Manuel Alcántara
JUSTO NAVARRO Es escritor de muchos: del hombre de la calle y el bar y el autobús y el taxi, incluido el taxista. Ahora es también hijo predilecto de Málaga, Manuel Alcántara, columnista y poeta, prodigioso: da ganas de leer a quien no lee jamás. Conozco a algunos que sólo leen una esquina del periódico: la esquina donde aparece Alcántara en el Ideal de Granada o en el Sur malagueño. En tres o cuatro minutos Alcántara descubre lo que en ese momento se vuelve evidente, y el lector encuentra sus propias ideas, pero mejoradas, pensadas y dichas con gracia, como al lector le hubiera gustado pensarlas y decirlas. A Teodoro León Gross, que lo ha estudiado bien y reunió sus 100 mejores artículos en Fondo perdido, Alcántara le confesaba sus preferencias: reír y dejar que se haga tarde. Creo que el secreto de Manuel Alcántara es éste: su admirable sentido común, su sentir en común con muchos. Es el clarividente que ofrece la palabra justa en la reunión de amigos, el que atina con las palabras y nos aclara las cosas en un instante de fulgor. Manuel Alcántara dice lo que uno diría si diera con la frase precisa. Es dueño de cierta frialdad calurosa: habla con la imperturbabilidad sensible del señor distanciado del mundo acuciante y falso. Desdeña la política, como aquel Pitigrilli que jamás se afilió a ningún partido, porque al imbécil de su partido preferiría siempre el inteligente del partido contrario. En un artículo de 1958 Alcántara declaraba que el mundo no está bien hecho y que resulta patente lo fácil que sería mejorar lo más inmediato, lo que nos rodea. Echaba de menos la cortesía, el buen gusto, los buenos modos. 1958 se parecía en algo a 1999. Alcántara pertenece a un país muy suyo y deseable: el ignorado país de los hombres buenos y razonadores, planeta apacible y burlón, según sus propias palabras. Las palabras, para Alcántara, son una cosa muy seria con la que se puede hacer reír: usémoslas contra la solemnidad de los convencidos inconmovibles y furibundos. Los juegos de palabras, dice, revelan que las cosas tienen varias caras: nadie sabe lo que es la verdad. Ésta es la verdad de Manuel Alcántara: las cosas llegan, pasan y se van, y a la muerte hay que ir solos, sin nada y sin nadie. Considerando el estado de la cuestión, propone un estilo de vida: cabeza clara y zapatos limpios para celebrar el agradable vivir. Vivir constituye una experiencia única en la vida y todo hombre nada más nacer está visto para sentencia: así piensa y escribe Alcántara, que se ríe de los políticos en general, rimbombantes pero anodinos. Las distintas posturas de los partidos políticos no son tan diferentes, según Alcántara: todos prefieren estar sentados. Y el lector repite las palabras de su escritor, el mismo que descubrió que, cuando sube el precio de las cosas que nos gustan, las que detestamos siguen siendo asequibles. Aunque en líneas generales no comparto la visión política de Manuel Alcántara, las mejores líneas de esta columna son suyas y estoy absolutamente de acuerdo con lo que ayer le decía a Esperanza Peláez en este periódico: -A las ideologías políticas hay que juzgarlas por el grado de felicidad que traen al mundo.
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