El ascenso a primera división
El autor recuerda a los partidos políticos los cambios que se han producido en el país y sostiene que ahora de lo que tienen que convencer es de su capacidad para hacerlo progresar.
Como es bien sabido, los españoles tuvimos la fortuna de pasar, política y económicamente, entre 1977 y 1981 de segunda a primera división. Cuando jugábamos en segunda -y lo hicimos durante siglos-, los jugadores se seleccionaban peor.
Baroja cuenta en sus Memorias, refiriéndose a lo que ocurría hace ahora cien años, que el camino de la vida pública no estaba abierto más que para los hijos, los yernos y los criados de los políticos.
También el juego era más sucio: si el encuentro iba mal, se intentaba a menudo cambiar el resultado con un pronunciamiento. Dos mil hubo desde el primero, que, en 1814, restableció el absolutismo, hasta el que en 1981 cerró definitivamente la serie. En ambos, por cierto, se dio la misma circunstancia de que fuera un capitán general de Valencia el pronunciado, pero en el segundo caso hubo una diferencia crucial respecto del primero: la falta de apoyo popular y de anuencia real. El fracaso del 23-F demostró que el país había ascendido de categoría.
Económicamente, la promoción se tradujo en que, en 1980, España, en las clasificaciones del Banco Mundial, se incorporó al grupo de países de ingreso alto, es decir, al de las naciones más ricas del planeta.
Cierto es que en esa división de honor figuramos en la cola. Nuestra renta per cápita es sólo del orden de los dos tercios del promedio del grupo privilegiado. Mejoramos posiciones, pero lentamente.
En 1988 razoné en estas páginas que me parecía aventurada la afirmación del entonces presidente del Gobierno de que en 25 años nos equipararíamos económicamente con Holanda. El tiempo parece darme la razón.
Si en 1988 la renta por habitante española era la mitad de la holandesa (el 70% en paridad del poder adquisitivo), once años después las proporciones han aumentado (al 56% y 74%, respectivamente), lo que supone un ritmo que, siendo encomiable, exigirá todavía decenios para que se cumpla la feliz equiparación anunciada.
Políticamente, aunque juguemos en primera división, tengamos 15.000 dólares de renta per cápita, no haga falta ser yerno de alguien para entrar en política y no haya pronunciamientos, nuestros jugadores no siempre despliegan un buen juego y, más que derrochar finura, dan patadas a la caza del contrario.
Prueba de lo que digo son las críticas ad personam, tan al día en la vida política española. Éste presidió Gobiernos poco escrupulosos, aquél no fue demócrata en su juventud, el otro tuvo negocios confusos o no paga impuestos, el de más allá practica el amiguismo.
Un juego poco limpio y, a decir verdad, algo simple. Descalificar por principio al adversario, sobre poco democrático, no debería calar en un ciudadano formado, que, por sentido común, ha de saber que estadísticamente es imposible que todos los buenos se agrupen en un lado y todos los malos en el otro.
Tampoco debería atraer más votos. Sólo puede convencer a los ya convencidos, precisamente a los que no hay que convencer, pues suya es la bendita fe del carbonero, una fe que es de suponer vaya disminuyendo conforme el país avanza.
Insistir en la fórmula política tan tosca de listo y honrado yo, tonto y aprovechado tú, hoy tiene que irritar más que persuadir.
Los políticos, azacaneados con sus afanes cotidianos, no se han percatado de los cambios habidos en el país y de que hay que variar el juego en consonancia.
De lo que tienen que convencer a la afición no es de su integridad, pues tal cualidad, en primera división, debería darse por descontada. De lo que nos tienen que convencer es de su capacidad mayor que la de otros para reducir el paro, convivir con unos nacionalismos pacificados, mejorar el bienestar general, acrecer la equidad social, fomentar la educación y la cultura.
Sorprende que pocos se percaten de ello y sorprende más en el primer partido de la oposición, que sigue empeñado en afirmar que sus adversarios no están personalmente capacitados para gobernar. Las encuestas parecen demostrar que esa afirmación no da en la diana.
Quizá los socialistas miran demasiado al pasado. Fue su etapa de Gobierno, pese a su duración, una época de transición, cuando se acababa de ascender a primera. En conjunto, no lo hicieron mal, pero por la novedad o por lo que fuera se les desmadraron algunos jugadores y no supieron evitarlo.
Ahora quieren que continúe ese desmadre entre los que gobiernan. Con ello pretenden atenuar sus errores de entonces y menoscabar a los populares. Mejor les iría, sin embargo, si cambiaran de táctica y se pusieran más a la altura de los tiempos. Ganarían probablemente más votos y evitarían que quienes gobiernan se dejen arrastrar, a su vez, a un juego bronco, presidido por la idea tan disparatada de que la oposición no está calificada para criticar.
Todo aficionado sabe que, sin al menos dos equipos con posibilidades hasta el final, la Liga pierde interés. Lo mismo ocurre en política. Unos partidos mejores no sólo harían más entretenido el espectáculo; facilitarían también el progreso del país. Entre otras cosas, para acercarnos más a Holanda necesitamos buenos políticos en el Gobierno y la oposición.
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