Poniente
MIQUEL ALBEROLA Hacia finales de abril el viento de poniente en Xàtiva siempre olía a tostado. Por las ventanas del instituto José Ribera, entre el narcótico de la floración del naranjo, siempre se colaban algunas partículas asadas que traían el recuerdo del cerillero D"Asfeld, mientras la profesora se empleaba a fondo explicando la conjugación del aoristo griego. Este pirómano de ánimo frío había estado dos meses impregnando la huerta y las murallas con su hedor de matarife, adquirido en una llanura sangrienta de Almansa. Había aporreado la ciudad con su artillería hasta abrir una brecha para que su jauría penetrase a mandíbula abierta en los templos y en las casas notables, propagando el terror por todas las calles. Tras el saqueo, había emitido un bando para notificar a los vecinos que iba a arrasar la ciudad como castigo a la resistencia que habían opuesto. Al general le gustaba la carne achicharrada tanto como a su rey, Felipe d"Anjou, quien ha pasado de la tiranía al arte sólo por ser colgado patas para arriba en el museo de L"Almodí. D"Asfeld se había instalado en el castillo para pasar un buen rato debajo de su peluca viendo cómo las casas y el archivo municipal eran pasto de las llamas. La columna de humo era una advertencia al resto de poblaciones que se oponían a Felipe V. Cuando se apagaron las brasas, proclamó unas ordenanzas que eran como sal sobre las raíces de una ciudad que un siglo antes había llegado a contabilizar 9.000 cristianos viejos y casi 2.000 moriscos, reduciéndola a poco más de mil habitantes con deportaciones y huidas. La depravación de este incendiario sumió en la miseria durante varios años a una ciudad que había encuñado moneda propia, que había fabricado el primer papel de Europa y cuyos pañuelos de lino habían llegado hasta las narices más selectas de Roma para ser cantados por Cátulo. Además, Xàtiva cumplió la condena ignominiosa de llamarse durante un siglo Nueva Colonia de San Felipe, como si se tratase de una urbanización transmetropolitana hortera. A finales de abril, casi 300 años después, el viento de poniente siempre trae de nuevo los átomos calcinados entre el almíbar del azahar para evitar que se empalague la memoria de este pirómano.
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