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Una lanza por la filosofía MANUEL CRUZ

Manuel Cruz

Incomprensiblemente, la comunidad filosófica de este país dejó pasar una oportunidad de oro -la que le brindaba la discusión acerca del peso que debían tener las humanidades en el nuevo bachillerato- para debatir acerca del futuro de su propia disciplina. A diferencia de los historiadores, que aprovecharon la torpe incursión de los políticos en su terreno (utilizando el conocimiento del pasado como arma electoral arrojadiza) para explicar públicamente su plural concepción del discurso histórico y, de esta manera, persuadir a la sociedad de la necesidad de no rebajar su presencia en los nuevos planes de estudio, los filósofos apenas dejaron oír su voz. Prefirieron, en general, integrarse en una causa, tan loable como imprecisa, de defensa de lo humanístico, en perjuicio de la reivindicación decidida de su propia especificidad. De haber optado por esta última vía, a buen seguro hubieran tenido que empezar aceptando los términos, algo fastidiosos, con los que comúnmente se plantea el tema de la importancia de la filosofía. De hecho, la cuestión más frecuente con la que se enfrenta tanto la persona que manifiesta ante no especialistas su deseo de adentrarse en el conocimiento de la filosofía, como quien lo defiende en foros abiertos, es ¿para qué sirve la filosofía? Lo primero que hay que señalar es que la cuestión tiene, por así decirlo, doble fondo. Hace referencia, sin duda, a las posibilidades profesionales que se le ofrecen hoy en nuestra sociedad a un especialista en dicho saber, y en ese sentido la primera respuesta debería discurrir por un análisis del mercado de trabajo. Pero el interrogante también alude a la función que desarrolla el discurso filosófico en cuanto tal en este mundo aceleradamente cambiante y homogeneizado que nos está tocando vivir. Entendida de esta segunda manera, la cuestión es pertinente. Durante mucho tiempo la filosofía gustó de presentarse a sí misma como un saber intemporal, referido a esos problemas que interesan a todas las personas, cualesquiera que sean las sociedades y las épocas en las que vivan. Hay una parte de verdad en esa interpretación (es cierto que existen temas a cuya preocupacion nadie parece poder sustraerse: la libertad, la muerte, el sentido de la vida y de la historia...), pero esa parte de verdad no agota la dificultad; no es toda la verdad. Existe otro aspecto, crecientemente importante, que acaso sea el que en este momento se nos presente en forma de desafío, a saber, el de qué tiene que ver la filosofía con su propio tiempo o en qué manera puede contribuir de forma eficaz a que entendamos nuestra realidad. Este otro aspecto está cobrando cada vez una mayor importancia, aunque conviene señalar que siempre ha estado presente en el corazón del proyecto filosófico. Y es que, por chocante que le pueda parecer a más de uno de esos burócratas obsesionados en dictaminar la absoluta inutilidad del discurso filosófico, se diría más bien que la conjunción de diversos factores ha terminado por concederle al filósofo de nuestros días una nueva función, una función tan simple como necesaria. Y decimos "necesaria" por la sencilla razón de que parece haber una necesidad de ella. Del filósofo hace tiempo que dejó de esperarse que pudiera decirnos nada en particular sobre ningún asunto en concreto: lo que ha pasado a esperarse de él es que sepa el lugar que les corresponde a las cosas, que tenga una mirada suficientemente amplia y precisa, ambiciosamente abarcadora, como para determinar la jerarquía de los acontecimientos, el orden de los valores, así como las zonas en sombra, los límites que en cada momento la humanidad ha ido percibiendo, no siempre con acierto, como infranqueables. No que disponga de una especie de rayos X que le concedan el poder de percibir aquello que el común de los hombres no registra, sino más bien que posea algo semejante a una mirada en gran angular que le permita tener a la vista una complejidad que a la mayoría se le escapa. Sin ánimo alguno de jugar a las paradojas: la limitación del discurso filosófico constituye al mismo tiempo su ventaja. El filósofo, ciertamente, no es especia-lista en nada. En un determinado sentido se podría decir que no sabe de nada. Es inútil, por tanto, esperar de él que nos proporcione

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