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LA CRÓNICA "De profundis" JAVIER CERCAS

Javier Cercas

El mismo día en que llegué a Estados Unidos, hace más de 10 años, me invitaron a una fiesta. La anfitriona se llamaba Anna Storm, una tormentosa pelirroja que, según me advirtieron, sentía debilidad por los latinos. Dispuesto a contrastar personalmente la exactitud de la información, me abalancé de inmediato sobre ella y, con mi mejor caída de ojos, le ofrecí un cigarrillo. Ella me dijo que en aquella casa no se fumaba; incrédulo, comprendí que aquello era una broma con la que la Tormentosa estaba tratando de seducirme, pero cuando su marido -un profesor de halterofilia a quien yo le llegaba a la cintura- me repitió la advertencia, comprendí que lo mejor era salir al balcón. Me puse el abrigo, el gorro y los guantes y salí; allí, bajo la nieve, encontré a otros fumadores: un camerunés, un marroquí y un turco. Hablamos y fumamos y nos hicimos amigos, porque sentí que estaba entre hermanos y sentí también, por primera vez en mi vida, una nostalgia terrible de mi país. Dos años enteros me costó salir de Estados Unidos. De vuelta en casa yo era un hombre feliz; fumaba por todas partes -en casa de los amigos, en clase, en los restaurantes, en los trenes, en los aviones- y a menudo me acordaba de mis amigos fumadores de América y de que yo siempre les decía que en mi país un fumador nunca sería un paria. Y un jamón. Prohibieron fumar en las clases, y yo dejé de tratar desesperadamente de imitar a Francisco Rico y de quemarme las camisas en el intento. Prohibieron fumar en la mayoría de los vuelos nacionales. Acotaron zonas para fumadores en los vuelos internacionales, en los trenes, en muchos restaurantes. Algunos amigos se convirtieron en furiosos antitabaquistas, y empecé a perder amigos. Hace dos días me marché a media comida de un restaurante de Girona porque me comunicaron que allí tampoco se podía fumar. "Estoy desesperado", le confieso a Eduardo Rojo esa misma tarde, en el tren. Rojo es decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Girona. No fuma. Me pregunta si fumo mucho. "Nunca dos cigarrillos al mismo tiempo", le digo. Me pregunta si he intentado dejar de fumar, y yo me acuerdo de don Julio Camba y contesto: "Hay dos procedimientos para abandonar el tabaco: el gradual, que no da resultado casi nunca, y el radical, que fracasa casi siempre". La conversación me da unas ganas tremendas de fumar, pero me doy cuenta de que en ese vagón está prohibido. Me levanto y recorro el tren en busca de un vagón donde sí se pueda. Nada. Presa de un ataque de pánico, decido bajarme del tren en la próxima parada, pero descubro a tiempo un hueco entre vagón y vagón. En el hueco hace un frío polar; para no caerme a la vía tengo que agarrarme a una barra metálica; el meneo es tan brutal que apenas acierto con el cigarrillo en la boca. Regreso sano y salvo a mi asiento. Entonces Rojo me habla de las demandas contra las compañías tabacaleras; también de las que los empleados ponen contra las empresas que no cumplen con su obligación de impedir que se fume en sus locales. "Menos mal que en los despachos de la universidad sí se puede fumar", le digo. "Te equivocas", contesta. "La universidad es un establecimiento público y según una ley del Parlament está prohibido fumar en cualquier establecimiento público". En ese momento Rojo olfatea el aire; nos volvemos: un tipo está fumando detrás de nosotros. Con increíble desparpajo dice: "Qué pasa. Soy cocinero. Fumo para defenderme de los olores corporales, son más tóxicos que el humo". Bajo en la estación de Sants. Saco un cigarrillo, pero me pregunto si la estación de Sants es un establecimiento público y, por si acaso, me lo guardo. Al llegar a mi casa me abstengo de comentar mis angustias con mi mujer, que hace una semana se fumaba los cigarrillos de dos en dos y ahora está intentando -de forma radical, porque la gradual fue un fracaso- dejar el tabaco y se pone histérica cuando oye hablar de él. Por supuesto, en mi casa hace ya tiempo que no se fuma: cuando nació mi hijo el pediatra nos aseguró que el humo era una de las causas de la muerte súbita de los bebés. Así que cojo de nuevo mi abrigo y salgo al balcón; está lloviendo. Mientras me fumo un cigarrillo empapado, me acuerdo del balcón de Anna Storm y me digo que sigo siendo un paria. Pienso en mis hermanos fumadores de América y me pregunto si ya habrán vuelto a sus países y vivirán como parias en Marruecos, en Camerún, en Turquía. Pienso en el cocinero del tren, mi semejante, mi hermano. "He ahí un hombre libre", me digo. "He ahí un delincuente".

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