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De Berlín a Kosovo

La Universidad de Yale ha publicado recientemente un libro de los que nadie interesado en la historia de nuestro siglo debería perderse. Battleground Berlin (Berlín, campo de batalla) es una obra conjunta de David Murphy, jefe de la CIA en Berlín durante la posguerra; Serguéi Kondrachov, general responsable del departamento de Alemania en el KGB en aquella época, y George Bailey, durante muchos años director de Radio Liberty, la emisora que se batía en el éter sobre Europa oriental con los mensajes ideológicos de los regímenes comunistas. Tres soldados de la guerra fría investigan, contrastan y relatan los pormenores, muchos hasta ahora secretos, de la batalla entre dos mundos que se libró en Berlín entre 1945 y la construcción del muro en 1961. Los túneles y los secuestros de adversarios y traidores, amenazas y bloqueos, pulsos verbales y armados, desinformación y propaganda, son las piezas de que se compone este fascinante relato de uno de los más duros enfrentamientos habidos en la historia entre dos sistemas, narrado por tres protagonistas que han tenido acceso a gran cantidad de documentación de ambas partes hasta ahora secreta. El libro es todo él fascinante y no tiene desperdicio. Pero hay algunas claves que no son de interés sólo para los aficionados al estudio de aquella época trepidante y peligrosa en la que, en varias ocasiones, el mundo pareció estar en el umbral de una nueva gran guerra. Hay pasajes que son una lección para todos en un momento como el actual, en el que muchos creen que la guerra de los Balcanes nos sitúa en una situación similar a la habida entonces. La OTAN está en guerra por primera vez en sus 50 años de vida y Rusia enseña por primera vez los dientes desde la disolución de la URSS. Hay quienes auguran que la decisión de intervenir militarmente para poner fin a las matanzas, agresiones y depuraciones del régimen serbio de Slobodan Milosevic nos sume en una nueva era de inestabilidad, recelos mutuos y tensión militar.

En 1948, la URSS bloqueó todos los accesos de Alemania Occidental a Berlín oeste. Cuentan los autores, basándose en documentos secretos del Kremlin y del KI, comité de información que hasta 1951 concentró el espionaje y contraespionaje militar y civil soviéticos, que todos los informes le indicaban a Stalin que la parte occidental de la ciudad caería como una fruta madura en sus manos. La población pediría la ayuda necesaria para sobrevivir, suministros de alimentos y combustible, al sector soviético alemán. Los aliados occidentales se dividirían ante el inmenso reto del bloqueo de Berlín oeste y aumentarían pronto las voces que calificaran la subsistencia de aquella isla democrática y capitalista en pleno sector soviético como una aventura inviable a la que había que renunciar más pronto que tarde. Sacrificar Berlín oeste por el bien de unas relaciones fluidas con la URSS y sus aliados era un argumento que se escuchaba en capitales occidentales más de lo que ahora se quiere recordar. Pero venció la determinación de quienes sabían que la caída de Berlín en manos soviéticas supondría una derrota de la democracia y la libertad de consecuencias catastróficas para todos aquellos que luchaban contra el totalitarismo que había relevado al nacionalsocialismo en el sojuzgamiento de tantos pueblos.

Y se lanzó el célebre puente aéreo. Durante muchos meses, más de 1.200 aviones aterrizaron diariamente en los diminutos aeropuertos de los sectores occidentales. En las condiciones de hace ya medio siglo, se trasladaban 12.000 toneladas de bienes hasta la ciudad bloqueada. El esfuerzo económico fue ingente; los riesgos militares, muy grandes. Y las críticas, cuantiosas, especialmente en Occidente, donde los riesgos de tener que compartir suerte con unos berlineses entregados a Stalin eran mínimos. Como en 1938 cuando Chamberlain entrega a Hitler los Sudetes, no eran pocos los inclinados a canjear la libertad o incluso la vida de otros a cambio de algo de tranquilidad para sí mismos.

Hoy está pasando algo similar en la guerra de los Balcanes. Todos los que han callado ante los crímenes de Milosevic durante diez años hoy se apresuran a calificar la intervención armada como criminal o como poco fracasada y piden un rápido arreglo con el sátrapa de Belgrado. Los que ignoraron a los 8.000 bosnios ejecutados a sangre fría en tres días en Srebrenica hoy lloran llenos de ira por unos muertos accidentales en las operaciones de la OTAN y lanzan tibios lamentos, éstos sí que colaterales, por el genocidio nada accidental, sistemático y preparado desde hace meses y años por las fuerzas serbias. Pero es ahora precisamente cuando algunos flaquean y otros interesadamente quieren otorgar la victoria al agresor y culpable de todas y cada una de las muertes que se están produciendo, es decir, Milosevic, su régimen, su soldadesca y sus delincuentes paramilitares; es ahora cuando hace falta determinación para demostrar la capacidad de defensa de las democracias que saben que su sistema de seguridad no sobreviviría ni a la pasividad ante las atrocidades en Kosovo ni a la derrota ante el responsable de las mismas. Sean bienvenidas todas las iniciativas diplomáticas para que Milosevic acepte las condiciones, que no pueden ser otras que la retirada de las fuerzas serbias del Kosovo, el regreso de todos los deportados, el establecimiento de tropas internacionales para su protección y la identificación y el juicio de los culpables de los crímenes. Mientras, lamentablemente, hay que seguir utilizando el único lenguaje que Milosevic es capaz de entender. El coste es inmenso, como lo fue la defensa de Berlín ante el bloqueo. Pero, como entonces, la determinación de las democracias es imprescindible. Hay momentos en la historia que exigen a las democracias grandes sacrificios para seguir siéndolo. Pero nada vale más la pena.

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