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Reportaje:EXCURSIONES - SOTOS DEL GUADALIX

La línea de la vida

Una densa aliseda asombra a quien pasea rio arriba desde San Agustín hasta el idílico charco del Hervidero

Consultar a geógrafos de siglos pretéritos antes de ponerse en camino es una respetable costumbre que suele llevar, por lo común, a ninguna parte: la vieja cañada de ganados ha degenerado en autopista de peaje; la ermita de Santa Fulanita está ahora en un museo de Baltimore, y la dehesilla de Mengano, que se citaba en las Relaciones de Perengano II, es un par 4 con grandes posibilidades de birdie. Pero alguna rara vez se da por esa vía con un paraje como el Hervidero, del que nada se dice en las modernas guías turísticas, y entonces el excursionista se siente como un capitán Speke después de descubrir las fuentes del Nilo, salvando las distancias. La única mención de este enclave data de 1864, año en que vio la luz la Descripción física y geológica de la provincia de Madrid, de Casiano del Prado, donde se puede leer: "Son notables el salto y charco del Hervidero, que forman sus aguas [las del río Guadalix] unos cuatro kilómetros más arriba de San Agustín; el primero, de seis metros de altura sobre el agua, y el segundo, de bastante profundidad, en el cual se cría mucha pesca". Que un lugar así haya permanecido al margen de la curiosidad universal, estando como está a una hora de paseo desde San Agustín de Guadalix y sus populosos asadores, es una de las muchas sorpresas de esta jornada.

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Otra muy grata es poder salir caminando de San Agustín por la bien urbanizada avenida de Madrid -antigua N-I, dirección Burgos- y luego por un flamante paseo peatonal arbolado que baja hasta el río, en lugar de hacerlo entre vertederos, canteras y tiros de pichón, como es preceptivo en la mayoría de los pueblos. Repobladas sus riberas con chopos, sauces llorones y docenas de ánades que comen de la mano -cerca está la laguna de los Patos-, el Guadalix no ofrece aún un aspecto muy salvaje, pero todo se andará.

Remontando a partir de aquí el río por la margen izquierda, enseguida dejaremos atrás las últimas edificaciones ribereñas -una fábrica de papel abandonada, con su ingente tolva metálica, y una estación de medida del caudal del río-, para adentrarnos en una selvática aliseda siguiendo un senderillo que conduce hasta un puente de madera semejante a un enorme cartabón. Por él cambiaremos de orilla, y continuaremos avanzando llevando a mano derecha el río con su imponente cortejo de álamos y alisos, soto rebosante de clorofila y aves canoras, que es una línea de comunicación vital entre la desolada llanura y los bosques de la rampa serrana.

Rebasada una zona de rocas desnudas y pozas conocida como el Brincadero, la orilla se torna intransitable por la mucha espesura y el sendero se aleja un poco de ella por la ladera, serpenteando entre carrascas, hasta desembocar en una pista asfaltada del Canal de Isabel II cerca del puente de San Antonio. Sin cruzar éste, buscaremos unos 200 metros río arriba el acueducto por el que pasa el viejo canal del Lozoya -con lápida de 1854-, cuya cubierta de tierra nos va a servir para regresar a la margen izquierda y proseguir por un camino de piedras sueltas que se extingue medio kilómetro más adelante ante otro viejo acueducto: el del sifón de Guadalix.

Unos peldaños labrados en la roca junto al paramento septentrional del acueducto permiten bajar al Hervidero, charco de considerable tamaño alimentado por un chorro que se escurre entre escarpadas peñas de micacita silícea. En 1864, Casiano del Prado lo describía así: "La cascada tiene en su parte derecha una grieta de 14 centímetros de ancho, por donde baja sin ruido la poca agua que el río lleva en verano. No sucede así en invierno, que se dispara con gran estrépito un gran chorro sobre el charco, donde forma el Hervidero". Hoy, el Guadalix, represado cuando más caudal lleva en el embalse de Pedrezuela, 10 kilómetros río arriba, difícilmente puede repetir esa rugiente proeza, pero aún nos ofrece en las aguas calmas de esta poza un reflejo del no muy lejano paraíso.

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