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Culiparlantes

Miguel Ángel Villena

MIGUEL ÁNGEL VILLENA El periodista Víctor Márquez Reviriego definió como culiparlantes a aquellos diputados que se limitaban a apretar el botón para votar y que, como mucho, sólo eran capaces de hablar con sus posaderas. El colega se refería a los parlamentarios de la transición que, dicho sea de paso, serían hoy auténticos castelares de la oratoria comparados con esos diputados que, transcurridos los años y casi las décadas, se han aferrado a sus sillones como si les fuera la vida en el empeño. Lo grave es que muchos cargos públicos dependen realmente del escaño para vivir. Un sistema constitucional que reforzó el papel de los partidos y unas maquinarias demoledoras y endogámicas han provocado una esclerosis que se sitúa en la raíz misma de los conflictos políticos, en especial en el campo de la izquierda. ¿O acaso se pueden interpretar en otra clave las resistencias numantinas de algunos diputados a abandonar sus puestos en las listas? ¿Alguien recuerda que parlamentarios como los europeos cobran sueldos y dietas millonarias en Estrasburgo sin que nadie sepa exactamente qué hacen más allá de viajar y asistir a sesiones inocuas de una Cámara europea cada día más devaluada? ¿Qué futuro les espera a dirigentes que antes de dedicarse a la política no tenían oficio ni beneficio? A mitad de camino entre las interpretaciones marxistas y la casuística liberal, el análisis de la política lleva muchas veces a conclusiones prosaicas, pero rotundas. Los debates protagonizados en las últimas semanas en el PSPV-PSOE o en Esquerra Unida remiten más a una encarnizada lucha por el salario que a una discusión sobre programas y alternativas. De este modo, muchos ciudadanos asisten perplejos a unos pleitos que más recuerdan a las riñas de los mercados que a las discusiones de interés general. Así las cosas, los pocos cargos públicos que apuestan por un ejercicio de la política que trascienda las camarillas de los partidos terminan por arrojar la toalla y regresar a sus profesiones privadas. La política acaba convertida, pues, en el reino de los obedientes culiparlantes.

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