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LA CRÓNICA Perder los papeles JAVIER CERCAS

Javier Cercas

Todo el mundo tiene sus pesadillas. La de cualquiera que haya hecho la mili consiste en que recibe una carta en la que se le comunica que, por un error burocrático, se le licenció antes de tiempo y que por tanto tiene que regresar al cuartel. La del actor es que se queda en blanco en medio de la representación. La del conferenciante es que, justo en el momento en que se sienta tras la mesa y se enfrenta a un puñado de ojos expectantes, advierte que ha perdido los papeles de la conferencia. No conozco a nadie a quien licenciaran antes del tiempo en la mili y haya tenido que volver al cuartel; tampoco, a ningún actor que se haya quedado en blanco. En cuanto a los conferenciantes, la cosa cambia. Hace un par de décadas. En Buenos Aires, Dámaso Alonso se dispone a pronunciar una conferencia sobre Quevedo. Se sienta tras la mesa y saca de su cartera los folios de la conferencia, pero les echa un vistazo y advierte que no contienen el texto sobre Quevedo, sino un texto sobre la picaresca. Entonces levanta la vista y, sin un temblor, suelta: "Señoras y señores, hoy no me apetece hablar sobre Quevedo; hablaré sobre picaresca". Hace un par de años. En Alcalá de Henares. El día anterior, Enrique Vila-Matas ha perdido la maleta que contiene la conferencia que debe pronunciar en un congreso. Ahora, sin papeles y con una barba de dos días, mira a la audiencia. Aterrorizado. A continuación empieza hablar sobre el hecho de que ha perdido la maleta y la conferencia, y sigue hablando aterrorizado, diciendo que escribir consiste sobre todo en perder, no sólo en perder países o en perder ciudades, también en perder carteras y sobre todo en perder los papeles, y luego habla de El hombre que se perdió, de Francesc Trabal, y cuenta una anécdota de Bryce Echenique, que despertó de golpe de la somnolencia de una mesa redonda cuando oyó anunciarse la intervención de Manuel Alvar: "¡Eso, eso, al bar!", gritó Bryce. "¡Al bar!". Un amigo que asistió a la conferencia asegura que, cuando se acabó, la gente estaba convencida de que Vila-Matas no había perdido ni la cartera ni los papeles, porque todo era pura estrategia de conferenciante. Hace un par de meses. En Barcelona. Un amigo me llama para que hable un lunes sobre Augusto Monterroso. Le digo que no puedo, porque el martes tengo que hablar sobre Jonathan Coe, y dos charlas en dos días es más de lo que el charlista más desvergonzado tiene derecho a perpetrar. Pero mi amigo insiste, y acabo aceptando. El lunes voy a la Universidad central, donde hablo de Monterroso. El martes voy al Instituto Británico para hablar de Coe. Faltan 15 minutos para que empiece la charla. Camino por Muntaner. En ese momento se me ocurre un chiste con el que empezar la charla, y saco del bolsillo mis notas. Entonces compruebo que no son las notas sobre Coe: son las notas sobre Monterroso. En un vertiginoso instante de pánico (el poco juicio que me queda me alcanza para comprender que a esa hora de atascos es casi imposible llegar con un taxi a mi casa y volver a tiempo para el acto), busco una solución desesperada. Me acuerdo de Dámaso Alonso y me pregunto qué tal quedaría si llegara al Británico y le soltara a la audiencia: "Señoras y señores, hoy no me apetece hablar sobre Jonathan Coe; hablaré sobre Augusto Monterroso", pero ahí mismo me asalta la sospecha espantosa de que Monterroso esté entre el público y me imagino la cara de Coe y de los británicos del Británico mientras yo diserto sobre el autor guatemalteco, y me digo que lo mejor es dejarlo. Busco otras soluciones: nada. Así que opto por intentar lo imposible. Paro un taxi y le digo al conductor que tiene 10 minutos para llevarme a mi casa y traerme de vuelta al Británico. El conductor me mira con perplejidad, pero la perplejidad se troca de inmediato en una alegría salvaje, y comprendo que este hombre se ha pasado la vida esperando esta oportunidad. Arrancamos. El taxista se salta tres semáforos en rojo, hace cinco adelantamientos suicidas, se sube un par de veces a la acera. Veinte minutos más tarde estamos otra vez en el Británico. Tratando de dominar la taquicardia, me siento a la mesa de conferencias, y mientras enfrento el puñado de ojos expectantes y británicos me entran unas ganas desatinadas de hablar de Trabal y de Bryce y de decir que he perdido las notas que había escrito sobre Coe y que la literatura -también la de Coe- consiste en perder, en perder países y ciudades y sobre todo en perder los papeles. Pero me reprimo y no lo hago. No lo hago porque sé que eso equivaldría a meterse en una pesadilla. Otra.

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