La agricultura tras la Agenda 2000
Aunque la Agenda 2000 ha sido presentada por la Comisión como la reforma más importante de cuantas ha sufrido la PAC, el Consejo Europeo de Berlín perdió una oportunidad de racionalización de la política agraria, recordándonos la obra Esperando a Godot. La política rural integral sigue siendo aquello que todo el mundo espera pero que no llega nunca. Desgraciadamente, el debate político sobre la reforma de la PAC se ha planteado en el terreno presupuestario, lo cual, sin dejar de ser importante, ha orillado lo sustancial; a saber, el planteamiento de unos objetivos adecuados para el mundo rural y de instrumentos y dotación económica disponibles para alcanzar los resultados esperados. Aparentemente, el gasto agrícola salió relativamente bien parado de los debates conducentes al acuerdo de Berlín, que hacían temer una mayor disminución de la financiación de las políticas agrícolas. Con el acuerdo de Berlín, la política agrícola seguirá representando el 46% de los gastos de la Unión Europea, aunque sea a costa de las ayudas estructurales. Ni la propuesta francesa de degresividad de las ayudas, ni la alemana de cofinanciación prosperaron finalmente. Se aplazaron reformas en los sectores de cereales y lácteos para controlar el gasto y ayudar a satisfacer las aspiraciones alemanas. Se trata, en gran medida, de una victoria del statu quo. En realidad, la primacía en las negociaciones de la dimensión presupuestaria de las políticas era casi insoslayable en el estado actual de la Unión Europea, caracterizado por la defensa encarnizada de los intereses nacionales. Pero desgraciadamente ello está conduciendo a la PAC, la política común por antonomasia, a un callejón sin salida, atrapada en la dinámica de cuotas y (des)equilibrios financieros, y cada vez más lejos de responder a criterios transparentes de eficiencia y equidad. La estabilización del gasto agrícola ha ido en detrimento de uno de los objetivos oficiales de la Agenda 2000: el desarrollo rural. La idea original era la de incrementar los recursos para el desarrollo rural y de esta forma tender a un progresivo trasvase de fondos de la política de sostenimiento de rentas a la política de estructuras. La reforma aprobada ha abortado esta idea, porque el 70% de las ayudas van a seguir atadas a la producción en los sectores de la agricultura continental (cereales, carnes y lácteos). Además de consolidar las diferencias de protección entre productos y productores, este esquema no modifica el trato preferente que la PAC dispensa a las regiones continentales frente a numerosas mediterráneas. En esta situación, sólo la presión externa -ejercida institucionalmente por la Organización Mundial de Comercio (OMC) y estratégicamente por Estados Unidos- ha demostrado capacidad suficiente para modificar de forma sustancial la PAC. Así ocurrió en 1992 con ocasión de la Ronda Uruguay y así ocurrirá previsiblemente después del 2003 con la Ronda Singapur. La Unión se verá sometida de nuevo a esa presión, y entonces podrá responder al grito de "¡Numancia!" frente a los ataques del amigo americano o, alternativamente, encarar una reforma profunda de los objetivos e instrumentos de la PAC, con posibles implicaciones redistributivas entre los países miembros. Los argumentos a favor del antiguo régimen se van perdiendo. Uno de ellos era la defensa de la renta agraria. Éste podía ser un objetivo fundamental de la PAC en 1962, cuando los agricultores constituían un colectivo amplio, relativamente homogéneo y claramente desfavorecido por el crecimiento económico. En la actualidad, los agricultores siguen sin haber alcanzado un nivel de renta equivalente al de otros sectores, pero el argumento no puede sostenerse en su forma original. Hoy día, el objetivo debería ser mucho más selectivo y aplicarse de manera individualizada, lo que supone ayudas directas no al producto ni a la tierra, sino al hombre del campo y a los proyectos que emprende. En los años sesenta, por razones obvias, la defensa del medio ambiente y el desarrollo rural no eran prioritarios. En los noventa, sobre todo a partir del documento de reflexión de la Comisión de 1991, se tienden a reconocer los efectos externos de la agricultura, como actividad para la conservación de un paisaje que impregna la cultura de la gente y para la ocupación ordenada del territorio. La agricultura ofrece, por tanto, bienes públicos que deben ser remunerados adecuadamente. Como vemos, la agricultura tiene argumentos más que sobrados para recabar y seguir mereciendo el apoyo económico de la sociedad en el siglo XXI. Dispone además de un conjunto de ayudas de naturaleza rural y agroambiental que, hoy por hoy, no están discutidas por la OMC. La Agenda 2000 era una buena oportunidad para realizar el cambio de política agraria, pero sólo ha sido un tímido paso en esta dirección. En cualquier caso, un análisis racional del gasto público y la intervención de las administraciones en el sector agrario hace aparecer estos nuevos enfoques como los únicos con legitimidad para abrirse camino en una Europa pretendidamente más unida y solidaria, que tiene que responder, además, a los desafíos comerciales de la OMC. La agricultura valenciana no ha sacado demasiado provecho del viejo enfoque de política de ayudas ligadas a productos y a la propiedad. Hoy por hoy, se encuentra entre las regiones de Europa menos beneficiadas por la PAC. Ante esta situación, podemos caer en la trampa de considerar la PAC como una tarta a repartir en vez de preguntarnos qué política necesita el campo valenciano. Sabemos que la política no es el arte de lo deseable, sino de lo posible, pero es necesario que lo primero se vaya abriendo camino.
Raúl Compés López y José María García Álvarez-Coque son profesores de Política Agraria de la Universidad Politécnica de Valencia.
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