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La guerra que empieza FRANCESC DE CARRERAS

Francesc de Carreras

Nos vamos unos días de vacaciones -los que nos vamos- con el corazón encogido. Quizá no nos damos todavía suficiente cuenta, pero ha estallado una guerra en la que somos parte: en el Mediterráneo, a pocos kilómetros de la costa italiana, la OTAN -nuestro ejército- ha emprendido una acción militar al margen de la legalidad internacional, contra los acuerdos de Naciones Unidas, fuera del territorio donde tiene jurisdicción y sin una declaración formal previa. Siempre es muy sencillo echar las culpas a alguien: en ese caso a Milosevic. Pero a nadie se le escapa que las causas de un problema como éste no pueden ser tan sencillas y que un gobernante, incluso un dictador, no logra la adhesión de todo un pueblo si no existen razones profundas y reales para ello. La situación en Kosovo se hacía intolerable, pero tras desencadenarse la guerra da la impresión de que es peor el pretendido remedio que la propia enfermedad. Una acción bélica sólo es justificable si los hechos que la producen únicamente pueden ser combatidos por las armas. Y me temo que en Yugoslavia, desde que hace casi 10 años comenzaron los conflictos, todas las partes han recurrido a las razones de la fuerza sin haber empleado casi nunca la fuerza de la razón. Existe un caso en el siglo XX que concita la cuasiunanimidad: Hitler. Pocos pondrán en duda que fue el causante de la última guerra mundial. Sin embargo, si hacemos memoria, recordaremos que 20 años antes de que empezara, John Maynard Keynes ya advirtió que las duras condiciones del Tratado de Versalles a la vencida Alemania después de la I Guerra Mundial supondrían unas dificultades insuperables para su supervivencia económica. Con ello, se echaría inexorablemente a los alemanes en brazos de aquel líder o partido que prometiera incumplir el tratado y -aun a costa de una nueva guerra- apostara por cambiar sus insoportables condiciones. La predicción de Keynes, razonable y bien fundamentada, se cumplió al milímetro. Hitler, ciertamente, desencadenó la guerra, pero fueron las imposiciones de Versalles las que le condujeron al poder. Me temo que, desde hace ya unos años, algo parecido sucede en la ex Yugoslavia. Suele decirse que Yugoslavia ha sido un Estado artificial, creado como consecuencia del desmembramiento del Imperio Austrohúngaro. Frente a la artificialidad yugoslava, se argumenta que lo natural son las antiguas naciones -Eslovenia, Croacia, Bosnia, Serbia y Macedonia- caracterizadas por rasgos identitarios de tipo religioso, cultural, histórico y étnico. Pues bien, visto lo visto hasta ahora, me quedo con lo artificial, me quedo con la Yugoslavia federal, una admirable mezcla de personas que convivían sin matarse unos a otros, sin fronteras que los separasen debido a su particular etnia, religión o costumbres, seres humanos que se consideraban unidos por el mero, aunque no trivial, hecho de ser simplemente ciudadanos de un mismo Estado, es decir, de ser iguales en derechos y deberes. Pero esta artificial Yugoslavia se dividió en naciones naturales: allí empezó todo. Eslovenia y Croacia son razonablemente ricas, conectan con Alemania y Austria por el norte y ocupan una extensa zona de un turistizado litoral: allí no hay problemas de supervivencia económica. No sucede lo mismo en las naciones del interior, en Bosnia, en Serbia: atrasadas, mal conectadas comercialmente y sin salida al mar. Allí es donde se producen los conflictos, donde hay pobreza y hambre. Un Estado no es una unidad cultural, o religiosa o lingüística. Un Estado es un mercado económico más o menos autosuficiente, regulado por unas mismas leyes básicas para todos y que existe para que sus habitantes puedan convivir en paz. En ocasiones, cuando se rompe un Estado en nombre de nacionalismos de signo diverso, lo único que se pretende es, simplemente, cambiar de situación social: abandonar a la parte pobre para unirse a otra más rica. Esto es lo que pasó en la ex Yugoslavia. Eslovenia y Croacia, alentadas por la poderosa Alemania, decidieron cambiar de pareja y unirse a los ricos del norte y del oeste: allá se las compusieran los pobres, los serbios y los bosnios. La civilizada Europa, mediante el ataque militar, no remedia las causas del problema, sino que sólo combate sus síntomas. En lugar de crear intereses comunes (la CECA: el carbón y el acero europeo) y ayudar a unas maltrechas economías (un nuevo Plan Marshall), contribuye a separar, a poner fronteras, a alimentar odios: de nuevo Versalles. Así fue en Dayton, y todavía más lo es ahora con esta terrible guerra que justo acaba de empezar.

Francesc de Carreras es catedrático de Derecho Constitucional de la UAB.

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