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Danzas de guerra

KOLDO UNCETA La imagen ha dado la vuelta al mundo: un nutrido grupo de hombres y mujeres serbios baila en torno a los restos del famoso avión invisible de los Estados Unidos, abatido en la guerra de Yugoslavia. Sus rostros reflejan una satisfacción capaz de producir consuelo en medio de la tragedia. Sin embargo, es posible que, para cuando estas líneas vean la luz, alguno de los que aparecen bailando en la imagen haya tenido que tornar su sonrisa en llanto si, en el ciego desenlace de un bombardeo, el azar le ha otorgado el papel de víctima. No importa. Al menos durante un breve lapso de tiempo, la danza guerrera habrá surtido el efecto de un bálsamo milagroso entre tantas calamidades. Las guerras están llenas de imágenes de verdugos que muestran orgullosos los cadáveres de sus víctimas y de víctimas que celebran la venganza contra sus verdugos. Son tan sólo efímeras satisfacciones, en las que sale a relucir el lado más irracional y deplorable de la condición humana. Aquél que impide tomar conciencia de que, si bien a nadie puede negarse el derecho a defenderse, la muerte violenta siempre es un fracaso colectivo. La guerra de Yugoslavia no iba a ser una excepción, máxime cuando la misma es el terrible resultado de una larga década de violencia excluyente y de afirmación de la etnicidad como principal seña de identidad colectiva. En su génesis destaca sin duda la responsabilidad de los Milosevic, Karadzik y demás dirigentes serbios, pero salpica también la figura de no pocos líderes de los diversos grupos nacionales implicados en el conflicto. El rito de la danza guerrera simboliza mejor que ningún otro el punto de no retorno del conflicto. Aquél en el que la población se alinea sin fisuras en torno a sus dirigentes, en el que ya no hay sombra de duda sobre nada, en el que todo vale porque sólo sirve el aniquilamiento del contrario, en el que todo resto de piedad es sustituido por la satisfacción que produce el dolor ajeno. En estos días trágicos, los responsables de la OTAN y de los países aliados nos hablan de que Europa no puede permitirse tener en su suelo a quien, como Milosevic, es responsable de la muerte de más de 200.000 personas y del desplazamiento forzoso de muchas más. Algo parecido dijeron respecto de Sadam Hussein y, que se sepa, éste sigue campando a sus anchas, reforzado más si cabe en su poder. Los dictadores, los tiranos, los profesionales de la limpieza étnica, nunca han sido derribados desde aviones visibles o invisibles, sino mediante el sacrificio de muchas personas que han dado la vida por los ideales de la libertad y la justicia. Si de verdad quiere acabarse con Milosevic y todo lo que representa, de poco sirven las bombas sobre Belgrado. Los civiles que huyen despavoridos de la represión en Kosovo no encuentran consuelo en unas bombas que pueden incluso caer sobre sus cabezas. Preferirían seguramente que alguien estuviera en tierra, junto a ellos, defendiéndoles, e interponiéndose ante sus agresores. Pero eso significaría enviar tropas terrestres, a lo que sin lugar a dudas no estamos dispuestos. Nuestra solidaridad con los kosovares sólo será aérea, hasta que Milosevic firme algún tipo de acuerdo. Cuando se envíen tropas terrestres -si llega el momento- será, como en el caso de Bosnia, para proteger dichos acuerdos y, por lo tanto, también al propio Milosevic, al mismo al que se quería enviar a los infiernos. Es, una vez más, la solidaridad hipócrita e indolora. Aquélla que se ejerce viendo a través de la televisión a nuestros flamantes aviones despegar una y otra vez con su mortífera carga. Pero si nuestra disposición no da para más -y parece evidente que así es-, mejor es parar cuanto antes esta locura bélica que fortalece a Milosevic y debilita a la población kosovar, poniéndola a merced de la represión.

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