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Desacuerdo

LUIS MANUEL RUIZ Mis amigos me llevaron al concierto de un grupo que no me gustaba. Pese a todo, mi predisposición de aquella noche de sábado era intachable: no quería arruinar el entusiasmo de nadie con mis rostros de náufrago o esos comentarios tan sinceros que nos hacen lamentar no haber olvidado el número de teléfono de la otra persona en algún cajón o la basura. Todo fue bien, la música no me ofendió, la cerveza era cara pero pasable, tampoco uno puede pretender comerse la tierra cada fin de semana, como si no quedase pastel para los sábados venideros; todo fue bien hasta que la muchedumbre que poblaba la sala comenzó a corear unánimemente los estribillos y a moverse al ritmo de las canciones como un solo músculo, como una sola criatura convulsa y enorme. Entonces yo me sentí solito y desamparado; me sentí como un niño en mitad de los palos de una pelea conyugal, como el espectador circunspecto que asiste a una comedia en otro idioma, abandonado en medio de la tormenta de ovaciones y risas. No era la primera vez que me ocurría. A decir verdad, debe existir alguna especie de resorte en algún circuito del cerebro que dispara la alarma cada vez que cuatro o cinco personas se ponen de acuerdo delante de mí. El resorte me envía rápidamente a las antípodas, me exilia en una isla de adverbios negativos que el resto de contertulios, pobrecitos, ya es incapaz de franquear. Parece que el alma se vacuna con ese recurso a la oposición, como para demostrar que todavía posee un criterio autónomo, como para presumir de que no se deja llevar por la corriente de las masas y la demagogia vocinglera, el fútbol, las romerías, los nacionalismos, esas cosas. Me preocupó durante mucho tiempo esta indisposición mía que me impedía estar de acuerdo con cualquier argumento bien defendido y hasta razonable en cuanto su poderío numérico rebasaba lo que podía admitir. Un día, afortunadamente, una lectura apaciguó este escozor de culpabilidad. Leí que el preclaro Javier Muguerza, que ejercía la filosofía en Tenerife, denunciaba que la democracia y el entramado de los derechos humanos, si querían venderse realmente como tales, debían ceder ante un derecho aún más inmediato y primordial: la alternativa del disenso. Seguramente empujado por una especie de dolencia análoga a la mía, Muguerza seguía arguyendo (no sé con qué solidez) que la legitimidad de un sistema se medía no por el grado de derechos comunitarios adquiridos, sino por la posibilidad de ir a contramano de esos derechos. Más aún, la libertad y el progreso precisan evangélicamente de esos disidentes: qué haría la historia sin Arquíloco, sin Petronio, sin Villon, sin Sade. No sólo no era reprensible ser un aguafiestas, sino que además el papel de petardo disconforme resultaba indispensable para el satisfactorio curso de la civilización. A mí el argumento de Muguerza no me convence demasiado, pero suelo sacarlo a relucir cuando todo el mundo, de repente, se pone peligrosamente de acuerdo. Pensaba usarlo para disculpar el sentimiento que estos días me amarga la saliva: el no poder pasear por Sevilla con un mínimo de tranquilidad sin que te torturen las tamborradas, la peste a incienso, la cera, las chaquetas cruzadas.

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