La tierra de las flores
Es primavera y, además, estamos en la tierra de las flores, de la luz y del amor. Eso cantan y cuando el río suena... Pero la verdad es que, de momento, nadie lo diría. Cualquiera que se pasee por la Valencia postfallera encontrará de todo menos flores. Mejor dicho: flores las hay, y en abundancia, pero son flores que no figuran en los repertorios botánicos ni en los herbarios. Los setos tronchados exhiben impúdicamente las heridas que ha dejado la fiesta: un envase de cartón por aquí, una senyera de papel arrugada por allí, una botella de vidrio embutida en el macizo por este lado. Lo que un día fueron arriates o extensiones de césped, ahora no son sino calveros de tierra con colillas, esos humildes frutos de la urbe exhausta tras una semana de ocio. Y así una calle tras otra, un barrio y otro barrio, toda Valencia hecha un inmenso jardín postindustrial que hubiera hecho las delicias de Andy Warhol. Los urbanícolas no saben cultivar otras flores. Lo malo es que, cuando salimos a los pueblos, la historia se repite. Al acercarnos a cualquier núcleo de población, encontraremos indefectiblemente un talud con derrubios y desperdicios varios. Los pueblos valencianos -también otros, pero esto no nos sirve de consuelo- parecen haber fracasado a la hora de eliminar sus residuos. Carentes de un servicio de limpieza eficiente, han convertido los cauces de sus ríos, las faldas de sus montañas y, a veces, hasta los solares del propio pueblo, en vertederos. Aquí el jardín ya tiene pretensiones de selva tropical: cascotes, bicicletas herrumbrosas, embalajes gigantescos y, sobre todo, colchones destripados, muchos colchones. La herida abierta de un colchón en medio de una ladera con pinos, aliagas, sabinas y lentiscos es íntimamente perturbadora, para la vista y para el espíritu. Pero así son nuestras laderas campestres, con colchones. ¿Tendrá que ver con que las flores llevan directamente al amor, según quiere la canción? Menos mal que también somos la tierra de la luz. Luz mediterránea del sol que fulge sobre los campos blancos, luz de la luna que riela sobre las aguas del mar, luz de los castillos en les nits del foc. Pero luz, también, del resplandor de los incendios forestales. Hace unos días empezó la temporada en la Serra d"Espadà: ¿qué luminarias indeseadas no nos deparará el verano amenazante que está a la vuelta de la esquina?; ¿acaso nuestras flores están condenadas a convertirse en luz para que unos pocos desequilibrados se sientan más seguros de sí mismos? La desertización del territorio valenciano, la más intensa de la península junto con Murcia y Andalucía oriental, avanza a pasos agigantados, aunque nadie parece darse por enterado. Y eso que las estadísticas no mienten y que los mapas aportados por los organismos internacionales asaltan una y otra vez nuestras retinas incrédulas. ¿Será para que la luz brille desmesurada sobre los yermos salinos con reflejos de bronce? Tampoco los más pequeños, los supuestos beneficiarios de un ambiente en el que las relaciones cordiales predominan sobre la agresividad, lo tienen fácil. Hace unos días, un informe de la policía proporcionaba un dato estremecedor: en España, la tercera parte de los delitos juveniles ocurre en nuestra comunidad, un territorio en el que sólo vive una décima parte de los españoles. Que yo sepa las Cortes valencianas no se han ocupado del problema, tal vez porque estamos en vísperas electorales. Y, sin embargo, el asunto no puede ser más preocupante. ¿Qué clase de desatención familiar aqueja a nuestros adolescentes, en qué extraños ambientes se mueven cada día (o, para ser exactos, la mayoría de las noches), qué inconfesable ausencia de valores les está emponzoñando? El que tome a broma este desamparo, este desamor inaceptable, sólo puede ser un frívolo o un desalmado. Una sociedad que exhibe este triste récord es una sociedad enferma, en la que algo falla dentro del apartado de las relaciones personales.
Casi todas las cosas tienen su lado bueno y su lado malo. Una peculiaridad del carácter valenciano siempre ha sido su radical independencia. Aunque resulte tópico decirlo, esos campesinos que plantaron un campo de naranjos a base de extraer la roca con dinamita, esos artesanos que convirtieron una vieja tradición en industria familiar juguetera o azulejera, esos comerciantes que han colocado sus productos en los cuatro puntos cardinales, sólo podían ser valencianos. Pero también se siguen algunas consecuencias negativas de la tendencia, tan valenciana, a no meterse con el prójimo y a dejar que cada uno haga lo que le venga en gana. En situaciones como las que definen a las sociedades tradicionales esta forma de ser es una virtud y así lo refleja, sin duda, la canción de marras. Donde todo está regulado y la coacción del entorno resulta agobiante, la valoración social del individualismo representa un soplo de aire fresco. Por eso contrasta tan vivamente la Valencia barroca con el oscurantismo trentino de la época o la del XIX con la España de la Restauración. Por el contrario, en momentos de grave crisis social, como el que estamos viviendo, las sociedades que han perdido el sentido de la colectividad sólo pueden salir perdiendo. La sociedad occidental, la de la economía salvaje de mercado, la del despido libre, la del hundimiento de la seguridad social, es una sociedad desestructurada. Pero si a estos males, comunes a toda Europa, se une un carácter como el que siempre ha definido a los valencianos, entonces llueve sobre mojado. La Comunidad Valenciana es probablemente la región española que más ha progresado en los últimos veinte años. Sin embargo, esto no ha venido acompañado de índices correlativos de bienestar, aspecto en el que nuestras cifras son más bien bajas y, a veces, francamente del furgón de cola. Alguien tendría que reflexionar y poner coto a esto. Aunque, para disimular, a los turistas, que ya están a la vuelta de la esquina, les cante aquello de la tierra de las flores, de la luz y del amor.
Ángel López García-Molins es catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universidad de Valencia.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.