Fernando Savater
Asistía hace algunos años a una conversación sobre Fernando Savater de varios catedráticos, no del ramo, que, por referencias, significaban que el filósofo guipuzcoano habría perdido comba desde un punto de vista academicista en la misma medida que mantenía intacta su brillantez. "No es buen enemigo para un debate", aseguraban. A Fernando Savater (San Sebastián, 1947) nadie le ha discutido jamás su condición de hombre brillante, en una extraña utilización de las palabras y una cierta sumisión a la imagen dominante: habla bien, se explica convincentemente, luego es brillante. La inteligencia se convierte en un asunto secundario, muy colateral. Y Fernando Savater es fundamentalmente persona inteligente, es decir que cultiva la meninge y tiene a bien preguntarse las cosas y someterse a interrogatorios permanentes sobre lo que ocurre y sus porqués cotidianos y profundos. La reflexión suele favorecer la brillantez; la sinceridad suele proponer tantos problemas con el entorno como los resuelve con uno mismo. Cuando Fernando Savater accedió a la televisión, convirtiéndose en tertuliano o entrevistado habitual, compañero de mesa necesario para garantizar el éxito de un programa, el gran público descubrió una voz de la que brotaban las palabras como un torrente, que se entendían con facilidad y disponían de mucho sentido. Hablaba sin pensar porque ya lo había pensado y triturado antes (asunto poco frecuente en el común de las tertulias generalistas). La brillantez provenía del perfecto ritmo entre el pensamiento y la expresión, esto es, del dominio del lenguaje. Savater destruyó hace tiempo el mensaje ininteligible del filósofo, (otro perjuicio de la enseñanza y el academicismo) y lo convirtió en lo que es: la reflexión organizada de los asuntos que preocupan, de uno u otro modos, en la vida. El lenguaje lo utilizó con certidumbre para ello y lo examinó en su versión literaria, con notable éxito. No podía ser menos tratándose de un hombre brillante que ampliaba así su entorno intelectual, acreditándose como fabulador de prestigio. Fernando Savater ha recibido esta semana el premio Continente de periodismo por su artículo Carta a Spinoza, publicado en EL PAÍS el pasado 16 de agosto, como ante recibió, entre otros, el Premio Nacional de Literatura en la especialidad de ensayo. El reconocimiento llegaba apenas tres días después de que un colectivo de jóvenes violentos le impidiera presentar en la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad del País Vasco su último libro Las preguntas de la vida, destinado a la adolescencia y la juventud. Le privaron de la palabra, un asunto demasiado habitual en quien no tiene respuesta y quienes también saben que Savater no es buen enemigo para un debate. La reflexión siempre se ha llevado mal con las cartillas de racionamiento intelectual. Savater fue profesor de la Universidad del País Vasco, cuando convivía entre San Sebastián y Madrid. Ahora es profesor de la Universidad Complutense de Madrid y convive entre Madrid y San Sebastián. Han cambiado algunos elementos del paisaje, pero sigue impartiendo clases de Ética en un sitio u otro, en las aulas, en los periódicos, en las revistas (codirige la publicación Claves de la Razón práctica) con la misma rotundidad que otorga la fe en los razonamientos. Ética y estética En aquella facultad donostiarra ya vivió episodios difíciles que nunca cambiaron sus pronunciamientos. Los de siempre le recibieron como siempre. Él los trató con decoro. Se fue porque el libro es lo que queda, por encima de peleas coyunturales y demasiado estériles: la fe y la razón siempre han mantenido pertinaces desavenencias. La reflexión, en determinados momentos, se convierte en una heterodoxia, para algunos demoníaca. Pero Fernando Savater sigue escribiendo después de pensar o fabular, aunque ha abandonado momentáneamente la novela, a la que se dedicó con intensidads hace algunos años. Puede volver en cualquier momento. En el fondo se mueve con absoluta normalidad entre la ética y la estética, sin necesidad de doblegar a una en favor de la otra. Cada cosa tiene su lugar y su momento y convergen con facilidad cuando se las trata con inteligencia. Sin necesidad de desbocarse o, llegado el caso, hacerlo con la elegancia que lo hacen los pura sangre, sin perder el estilo ni la compostura.
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