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La costumbre de morir

ENRIQUE MOCHALES Nos dijeron que si nuestros ojos nos molestaban, nos los arrancásemos. Nos dijeron que nos dejásemos devorar por los leones. Nos dijeron que cogiésemos nuestras armas para combatir. También nos dijeron, por el contrario, que el dolor era malo. Sin embargo, no nos dejan morir sin dolor. "Yo no temo a la muerte, temo al dolor". Eso le confesó la esposa al pintor, y después éste fue retratando cada una de las fases de su agonía, en una serie de bocetos en los cuales se veía claramente cómo las mandíbulas de la mujer se desencajaban paulatinamente durante la asfixia, y el horror reflejado en los globos oculares desorbitados, y los cabellos ralos electrizados ya en la última fase de la violenta transición. Afortunadamente, el calvario sólo duró unos meses. Podía haber sido peor, porque el pintor se hubiera quedado sin papel para pintar el sufrimiento. La mujer, al fin, murió, y el sufrimiento no había sido vano, sino una obra de arte. El doctor Kevorkian -Doctor Muerte- se sienta, mientras escribo estas líneas, en el banquillo de los acusados, protagonista de un juicio que dirime entre el derecho a una muerte sin dolor o la obligación de aguantar con un par de cojones el lento e inexorable padecer que las terapias contra el dolor no pueden mitigar. No deja de resultar un chiste malo en un país como EEUU, donde la pena de muerte es cosa de todos los días. Practiquemos la risa de Dios. Seamos originales. Pensemos que durante la agonía toca divertirse. Pensemos que la ley ha sido insuflada a los hombres por el espíritu santo, por la divinidad. Apoltronémonos en nuestros singulares prejuicios religiosos y busquemos un extravagante lazarillo en los manuales de la buena fe. Tal vez un ángel nos consuele en nuestro lecho de muerte, y de otro modo siempre nos queda el paraíso. No olvidemos que son preferibles las ollas de aceite hirviendo en la superficie de la tierra que en sus infernales profundidades. En aquellas viejas películas del oeste, el cowboy misericorde le pegaba un tiro al caballo para acabar con su sufrimiento. Yo mismo acompañé a mi perro al sacrificio, pues estaba muy enfermo y sin esperanzas de curación. Es paradójico que la compasión que mostramos con el sufrimiento animal no la guardemos también para nuestros congéneres y para nosotros mismos. Ya que somos humanos, tenemos el perfecto derecho a morir sufriendo como perros. Aunque parezca un pensamiento antiguo, lo realmente original ahora es decir que la eutanasia activa es un crimen porque no queremos perder las riendas de la moral o la ética, y que se desboquen las libertades. Lo original es invocar a las leyes. Lo original es pensar que si el buen Dios ha querido que alguien sufra, hay que dejarle sufrir hasta el final. Pero este es un tema tan molesto y tan complicado que los reaccionarios por pasiva decidimos posponerlo hasta que nos muramos. Ya veremos lo que hacemos si nos toca la Gran Agonía, porque la mayoría adoptamos la posición insolidaria del que no se plantea el asunto hasta el último momento, o del que se lo plantea y lo deja pasar, sin agarrar al toro por los cuernos ni luchar por el necrófilo ideal. Por eso parodio aquella frase tan famosa y proclamo: "Que decidan ellos". Si fuéramos muchos y empecinados, tal vez podríamos lograr algo trabajando en favor de la eutanasia activa. Pero las palabras son pocas para enfrentarnos contra el sistema. Y dicen que los referéndums cuestan caros. Así que, mientras perdemos el tiempo como gilipollas cuando se plantea la polémica de la eutanasia activa, pongámosle florecitas a la virgen, o roguemos a la diosa Fortuna para que nos toque una buena muerte. Un ataque al corazón, o algo así. Es la postura de la butaca. El doctor Kevorkian, por el contrario, se ha levantado de su butaca y ha actuado.

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