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Granada a rebosar

A. R. ALMODÓVAR 19 de marzo, fiesta de la primavera. El municipio vigilaba, los demás desbordaban. El cronista, incauto y desprevenido, no pudo visitar La Alhambra. Una especie de promesa sentimental que tiene, semejante a la de los musulmanes con La Meca -sólo que una vez al año-, no la pudo cumplir. Iluso él, ignoraba que un banco de apretadas resonancias vascas tiene la exclusiva de la venta anticipada de entradas para visitar el monumento de las nostalgias, el de los altos muros canela, guardianes de ciprés y ruiseñores extasiados. Lo intentó por lo natural, y una doble fila de autocares, hasta ochenta, le invitaron a desistir. No importaba, si la ciudad toda ella es tan hermosa. Pero no dejó de sentirse como expulsado del Paraíso por la orda extranjera. La compensación, como otras veces, el Mirador de San Nicolás, donde va para diez años el cronista llevó a unos cineastas franceses a que hicieran una de las tomas más bellas que exhibió la película circular del Pabellón de Andalucía, Expo 92. Bill Clinton no era entonces casi nadie. También desde allí vimos el polémico edificio del Rey Chico, que ni rompe ni trepa por las laderas de la Alhambra. Por allí sólo trepan... los verderones y las lavanderas boyeras. Otras claves tendrá el asunto. El hecho es que nos van a sacar el dinero a los contribuyentes, y no se ve por qué. Como nos están privatizando el uso de La Alhambra, entre bancos y operadores turísticos, y no la gobierna el PP. Granada vivía en su apogeo. Triple la población, entre estudiantes, guiris, y nativos, no se cabía en ninguna parte. Pero todo inducía al encuentro. Las urgencias de la primavera, hacia el estallido inminente, fue reuniendo en Plaza Nueva a un varipinto paisaje humano. En particular, oleadas de jóvenes alegres y despreocupados, botellona en ristre muchos de ellos, también hacia la Carrera del Darro. Varias bodas se celebraban en los juzgados próximos, por lo civil, pero con toda la liturgia de una religión pagana y exultante. Un gitanito, de noble porte, se jaleaba él solo entre los veladores, por la voluntad. Una congénere portuguesa vendía "La Farola", la revista de los parados. El camarero que nos atendía usaba también un acento extraño. "Soy Sirio, y llevo 23 años en Granada", respondió, eufórico, a nuestra curiosidad. Y muchos betuneros todavía, acaso empeñados en encender la perplejidad de los visitantes. Acaso es que los señoritos se están destapando otra vez, para que no todo se pierda en el marasmo de esta Granada imprevisible. -Hoy me enseñas, tío, a bailar sevillanas -oímos reclamar a una muchacha a uno que iba en su grupo. -Me da palo, tía -se disculpó el otro. Mejor seguir los designios. Así que encaminamos nuestros pasos a las apacibles penumbras del restaurante "Sevilla" -otros más modernos estaban a rebosar, a relajar el espíritu y a reparar el cuerpo de los ajetreos de una mañana nómada. Arroz caldoso, de patente andaluza, gambas fritas y, de postre, un queso semifresco con miel de La Alpujarra. Los senderos de Alá son inescrutables, y compensatorios. Con este profundo pensamiento nos subimos al tren, a sestear con el traqueteo y los periódicos. Valió la pena. Granada siempre vale la pena.

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