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Franquicias

MATÍAS MÚGICA Antes, hasta hace poco todavía, se podía tener cierta confianza en los rótulos de las expendedurías públicas: si el nombre hablaba, por ejemplo, de un extranjero, había un extranjero. Las heladerías italianas, pongo por frecuente caso, tenían italiano; un italiano, además, con misterio. Y ahí estaba, detrás del mostrador, cumpliendo su promesa y endulzando sus melancolías de exiliado en la elaboración de helados. Eran tiempos de al pan, pan: En la lavandería El Sol Naciente, pongo por improbable caso, un súbdito extraviado del celeste imperio combatía con incesantes tés los efectos de la chistorra que almorzaba en el bar. La cosa en general iba más o menos con el nombre. Y además, en cualquiera de estos sitios, al franquear la puerta aguardaba siempre alguna historia palpitante, como la del irlandés que perdió el barco tras tremenda borrachera y, claro, puso bar, oficio inevitable para los de su nación: El Bar del Irlandés, cómo no. Sin trampa ni cartón. Todo esto ha cambiado bastante. Entre usted ahora, por seguir con lo mismo, en una taberna de esas que se prometen irlandesas. Mire usted esa tarima carcomida, corroída de antiguos alcoholes. ¿Secular? Pues no: ese suelo no lo encargó el fundador hace cien años, ni costó cien duros, ni lo puso un parroquiano moroso en pago de innúmeras consumiciones atrasadas. No: viene, como todo el bar, de una extraña factoría especializada en desvencijar cosas para dar el pego. Y del dueño tampoco espere usted historias palpitantes: suele ser un tipo de por aquí, gente bien de por aquí por lo común, con ínfulas de aguililla, que tenía un dinerillo tonto, y sufría con ese sufrimiento que produce el excedente y que solo quien lo ha conocido puede ponderar, hasta que un amigo lo alumbró: "Tú tienes que poner una franquicia". Y de ahí ha salido todo: la taberna irlandesa, el restaurante mejicano, la camisería italiana o la charcutería alemana. Todo de la más fina pega. Franquiciado. Con bien de tarima chunga. Pero el problema, se me ocurre, tal vez empiece un poco antes de esta historia. Probablemente todo viene de otro tipo de franquicia: en concreto de un master o algo parecido, es decir, franquicia de cabezas. El lince local, en efecto, probablemente tuviera de joven, como hoy dinero, una cabeza en barbecho, cuyo futuro empleo le quitaba el sueño. Pues también entonces, momento decisivo, optó por la franquicia: la gran Cofradía del Lince le proporcionó, pues, previo fuerte desembolso, una organización mental completa, un libro de recetas multiusos, cierta indiferencia estética, espíritu de sálvese quien pueda y, al servicio de todo ello, una notable capacidad de organización. El curso también incluye, si hace falta, un pico curvo, gran envergadura, cuello pelado y estómago resistente a la carroña. Pero eso lo suelen traer de casa. Son estas mentes entregadas a la franquicia las que tienen en sus manos la construcción de nuestro paisaje urbano, y lo van transformando a ojos vista en una colección de cromos. Cromos, además, todos de la misma serie: la que les regalan en su noviciado. Excuso decirles que del mejor gusto. No, los tiempos, desde luego, no están por lo personal; están, como mucho, por lo personalizado, que no es lo mismo y sí que le gusta a esta gente: en la caja del garito, junto con la mierda en bote, te entregan unos sobres con salsitas y te animan a que desenfrenes con ellos tu personalidad. Te vas a la mesa, miras desafiante en derredor, echas diez de golpe, y salga el sol por Antequera. Bueno eres tú. En fin, la verdad es que a todo hay que buscarle el lado bueno, si no, acaba uno por volverse un amargado: estas cosas tienen sus ventajas, como por ejemplo que caigas donde caigas estás como en casa, porque todo empieza ya a ser igual de aquí a Cartagena; y así te ahorras la molestia de tener que preguntar dónde esta el baño, porque siempre está ahí, como en Donosti, como en Madrid, en el mismo sitio, y no tienes ni que pensar qué pides, porque la carta es la misma en todas partes. Y así, te relajas y puedes dedicarte a personalizarte tranquilamente el bocadillo.

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