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Las cosas que nos hablan

PEDRO UGARTE Es cierto que entre los seres humanos, y quizás más en nuestro tiempo que en el pasado, la comunicación ha dejado de ser producto exclusivo de la lengua. Y las ciudades (que son irremisiblemente plurales, más plurales que lo que algunos políticos reclaman) se han convertido en un espejo variopinto de la condición humana. Hablan los coches opulentos cuyas alarmas saltan inútilmente al roce de inocentes peatones. Hablan los vestidos, y las marcas de bolsos o de zapatillas deportivas. Hablan los nudos de las corbatas, que a veces exudan autosatisfacción y a veces son sólo una soga de textura delicada. Hablan los buzos de los peones de la construcción y las diademas de las señoritas desprovistas de atractivo. Hablan las chicas de pendiente sencillo y aquellas otras de medias sofisticadas. Los tacones de aguja y los zapatos italianos. Todo habla para nosotros sorda, sesgadamente. Y suenan por ahí los móviles apremiantes de los que trabajan demasiado, y también esos móviles insolentes, gratuitos, de quienes no tienen nada que decir, pero que aún así conversan a voz en grito, en medio del bar o del vagón de metro, dando cuenta al mundo entero de sus naderías. Hablan las chaquetas atildadas, impecables, y también los faldones arrugados de los exhaustos comerciales que regresan tarde a casa, tras horas y horas de laboriosa verborrea. Las ciudades están llenas de esa oculta e implícita elocuencia. La miseria aparatosa de los hombres arrodillados en medio de la calle junto a un cartel que relata todas sus desgracias, y la inquietante dignidad de ciertos vagabundos que a nadie piden nada, que beben su vino empaquetado sin pudor, esos vagabundos orgullosos que incomodan mucho más que aquellos meros peticionarios de piedad. Hablan los pubs sofisticados, y los exóticos comercios de café en cuyas estanterías lucen decenas de variedades traídas del cafetal y que la gente, sin embargo, nunca pide. Hablan los anuncios, incluso esos anuncios escritos en inglés que no están dirigidos a los que conocen el idioma sino a los que padecen el complejo de no ser anglosajón. Hablan los envidiados escaparates de las tiendas carísimas, los comercios de precios inconcebibles. Y habla la resignación de las mujeres que ni siquiera se detienen a mirarlos, mientras se apresuran a coger ese autobús que volverá a llevarlas a su barrio del extrarradio. Hablan para nosotros los corpiños que dejan entrever un ombligo seductor, hablan las capas sucesivas de gomina sobre las cabelleras más presuntuosas. Hablan las corbatas de seda de los abogados y las zapatillas deportivas de los inmigrantes africanos. Habla en secreto el celo con que los articulistas buscamos nuestro nombre en los periódicos. Hablan los títulos que los médicos cuelgan en las salas de espera, cuando a ellos acudimos con un dolor banal o con un cáncer terrible. Hablan también los políticos. Hablan el fax, el teletipo y el correo electrónico, simulando la eficacia de aquellas cartas que nadie escribe ya. También hablan las ciudades mediante las sombras nocturnas que discurren en su seno. Hablan las marcas de automóviles: la barrera que separa a los viejos utilitarios de las sólidas berlinas dotadas de techo solar. Hablan los zapatos. Habla todo el universo ciudadano hasta dar con nuestro sitio, hasta encontrar para nosotros un lugar en la sórdida jerarquía. Los gemelos de oro, los coches oficiales, los contenedores de basura, los semanarios que venden sin entusiasmo algunos marginados, esos que muestran su revista resignados, persuadidos de la multitudinaria indiferencia. Habla una sociedad cada vez más dura, quizás más cosmopolita, quizás más cruel y despiadada. Habla el miedo que se oculta debajo de todas las cosas, y habla también esa especie de sumaria paciencia ante el sistema, en este tiempo cobarde en que parece que nada ya podrá cambiarse nunca.

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