El día de la bestia
JAVIER MINA Cuentan que después de ver derrotada a su flota en Salamina, el rey persa Jerjes descargó su cólera mandando azotar el mar. E hizo mal. Contra lo que parecían dictar algunos psiquiatras progres y el sentido común, si es que resulta posible invocarlo en semejantes circunstancias, combatir la agresividad abofeteando edredones o destruyendo la vajilla de la abuela no sólo no logra su objeto sino todo lo contrario. Vamos, que en medio de una discusión doméstica a la que empieza uno tirando la tele al suelo con el santo propósito de calmar la ira y la vaga esperanza de hacer añicos el insultante diagnóstico de "Lo que necesitas es amor" que empalagaba en ese momento la pantalla, se sorprenderá intentando arrojar por la ventana el armario de tres cuerpos sin importarle que se vayan al cuerno las corbatas acumuladas tras muchos días del padre. Así lo ha diagnosticado una publicación estadounidense especializada en el alma humana tras realizar un cabal estudio. Por si no bastara con los argumentos éticos y políticos suficientemente probatorios de que por ahí no se llega a ninguna parte como no sea a la bestialización del propio credo y la de sus entusiastas, ahora se les suma el aviso de la ciencia certificando que cebarse en objetos para descargar la agresividad lejos de calmar el cabreo lo potencia debido a la ansiedad que genera la pérdida de autocon-trol. Por eso no se comprende que las proles alegres y combativas se sigan emperrando en destruir todo lo que se les ponga por delante siempre y cuando no sea de la misma nación que pretenden. A menos que hallen algún tipo de solaz masoquista regodeándose en un estado de frustración permanente tanto en lo emocional como en lo cívico. Pero quisiera hablar menos del ciudadano de gasolina que del ciudadano de a pie, que éste si ha comprendido la jugada. Porque con gran sentido del olfato y mayor comprensión de la economía emotiva había llegado y desde hace tiempo a las mismas conclusiones que la sabihonda publicación yanki, de ahí que, en vez de dar rienda suelta a la agresividad machacando el reloj de péndulo que siempre marcaba las horas más bajas o las peores, prefiriesen descargarse directamente en su cónyuge. Con la ventaja añadida de que si la paliza les iba subiendo la irritación siempre les quedaba el recurso de desfogarse un poco más y acabar a una con el efecto y con la causa por la vía de mandar a la legítima al otro barrio. ¿Cómo se entiende, si no, la progresión geométrica que han experimentado los múltiples malos tratos? Vivimos en un país de listillos, no cabe duda, y eso hace temer lo peor. Decía la prensa el otro día que las lágrimas de embarazada contienen una sustancia que podría tener alguna efectividad contra el virus del Sida. Pues bien, como a nuestros irascibles padres y esposos les dé por sacarse la vena venal ya les veo embarazando a troche y moche para después zurrar a la futura madre cuyas lágrimas venderán al laboratorio más próximo, porque en esto del comportamiento humano -es un decir- sí que rige lo de que todo lo imaginable existe. Cuanto se les vaya en no lograr la satisfacción absoluta de matar podrían compensarlo con el leve pecunio obtenido gracias a tan artesanal componenda. ¿Por qué no podrían gastarse esas pelas en comprarse tapacubos nuevos o cualquier cachivache suplementario para el coche, objeto de probada contundencia y efectividad a la hora de resolver las diferencias con los semejantes? La generalización de tan recomendables prácticas contribuiría a situar en otra dimensión el preocupante equilibrio entre nacimientos y defunciones que estamos a punto de conseguir. Y como nadie hay mejor para los maltratos que un niño que los haya mamado en casa, la rueda echaría a rodar al infinito. Sin menoscabo del alivio que las sentidas lágrimas prenatales depararían a los enfermos del oprobioso virus. Ahora que muchas parejas se hallan metidas en faena a ver si consiguen que su hijo llegue el primero al 2000, sea o no el último de un siglo o cabe-za del siguiente, sólo resta recordarles que un día se prometieron para lo bueno y lo peor. ¿Sabrán que también existe lo pésimo?
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