¿Año electoral?
¿Habrá elecciones en primavera coincidiendo con las locales y las europeas? El presidente del Gobierno ha reconocido que sus más directos colaboradores le instan a ello, y tantas veces ha afirmado su intención de agotar la legislatura que cabe pensar que acaricia la idea de anticipar las elecciones. No faltan razones, en efecto, para adelantar la convocatoria, una vez que la legislatura parece técnicamente acabada, o al menos para celebrarlas en otoño si las locales y las europeas no han resultado adversas. El propio Gobierno da por satisfactoriamente cumplido su programa y extremos pendientes tan importantes como la reforma de la Ley de Enjuiciamiento Civil va a ser difícil culminarlos aun si las actuales Cortes durasen un año más.En efecto, la coyuntura política resulta hoy por hoy extraordinariamente favorable al PP, y así parecen reflejarlo todos los sondeos. Nunca la postración del PSOE podría ser mayor, ni la imparable decadencia de IU ha llegado al extremo de provocar un pase masivo de votos al socialismo. Nunca la coyuntura económica ha sido ni probablemente vaya a ser más favorable. No se ha apagado todavía la euforia europea e incluso el actual enfrentamiento con las instancias y los socios comunitarios puede ser electoralmente rentable. En fin, ante el problema vasco, la política, mezcla de impavidez y presión policial, que desarrolla el Gobierno parece gozar no sólo de las simpatías de la opinión, sino del concurso de quienes forman esa opinión desde los más influyentes y dispares medios de comunicación, por muy enfrentados que en otros temas estén.
Ciertamente, en el nivel autonómico y municipal no le faltan problemas al PP. Pero precisamente hacer coincidir las elecciones sobre personas y particularismos -propio de lo local- con la opción global -propio de las generales- haría que éstas arrastraran aquéllas y, para poner un ejemplo, las simpatías regionales pro Marqués en Asturias cedieran ante los éxitos económicos del señor Rato. A la vez, unas elecciones siempre incómodas para el Gobierno, como son las europeas, en las que cualquier connotación europea está ausente y, sin riesgo alguno de derribarlo, los electores protestan contra el poder establecido, perderían su peligrosa autonomía. Por el contrario, estas ventajas podrían haber disminuido, cuando no desaparecido, a mediados del año 2000. Para empezar, es inconcebible que el PSOE pueda hacerlo peor que hasta ahora, de manera que, salvo el impensable supuesto de la disolución, cualquier cambio en la oposición tiene necesariamente que ser a mejor. Tanto más cuanto que el declive de IU puede, a medio plazo, suponer una importante inyección de votos izquierdistas en pro de las candidaturas del PSOE. La euforia europea puede ceder el paso a una más que motivada frustración, a la que cabría sumar otros resultados adversos de una política exterior que, hasta ahora, no parece la más adecuada para hacer aliados por mucho que abunden las amistades. La economía, protegida, pero también encorsetada por el euro, sólo puede ser ya competitiva y exportar, cosa de lo que, por los índices actuales, no va camino, para, como hasta ahora viene haciendo, crecer a una tasa mayor que el resto de la Unión. ¿Qué ocurrirá si, por la caída de las exportaciones y la menor confianza interna, el crecimiento se frena? De otro lado, si, por la razón que sea, el problema vasco no entra en vías de solución efectiva, será el Gobierno quien lo capitalice negativamente, porque el tancredismo no satisface cuando los toros saltan la barrera. Y los casos de corrupción, tan abundantes como irresponsablemente aireados -por la oposición- y mal saneados -por el PP-, no figurarán en el haber del balance gubernamental.
Pero, si el liderazgo popular cree en su buena estrella, y hasta ahora no le faltan motivos sobrados para ello, no disolverá, tentará la suerte y, tal vez, con la ayuda inestable del PSOE, consiga domeñarla. En intentarlo consiste, a escala reducida, claro está, la audacia del príncipe nuevo. Las brujas son seductoras cuando dicen: ¡Salve, tú que con el tiempo serás rey! Maquiavelo y Shakespeare, en fin, tienen la palabra.
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