La prueba de Berlín
La crisis institucional más profunda en la construcción europea, generada por la dimisión en bloque de la Comisión Europea a raíz del informe de los expertos sobre el descontrol en sus servicios y otras irregularidades, puede, paradójicamente, acabar teniendo efectos positivos. Para comenzar, la gravedad de la situación está propiciando el clima para concluir en Berlín, la próxima semana, las negociaciones sobre la Agenda 2000 -el marco presupuestario para los próximos siete años- y la reforma de políticas comunes, como la agrícola. De fracasar ese Consejo Europeo, la crisis puede extremarse: es improbable que en tal ambiente los jefes de Estado y de Gobierno se pusieran de acuerdo sobre qué hacer respecto a la Comisión. Berlín es, pues, una prueba esencial. España es, lamentablemente, uno de los pocos países que acuden a ella sin haber celebrado un debate parlamentario sobre el asunto.Todos han de ceder algo para cerrar esta Agenda que ha envenenado el ambiente europeo. Alemania, doblemente: porque preside el Consejo de la UE, una responsabilidad aumentada por la crisis de la Comisión, y porque Schröder, a las puertas del Congreso del SPD que ha de entronizarlo como presidente tras la dimisión de Lafontaine, necesita internamente un éxito en la cumbre. Tras las consultas de Schröder en las capitales europeas, hay síntomas de que el acuerdo sobre la Agenda 2000 va madurando.
Con tal éxito aumentarían las posibilidades de volver a colocar a la UE sobre sus raíles, de los que se ha salido a los dos meses del histórico lanzamiento del euro. Antes de buscar a la persona más adecuada para presidir la Comisión Europea, los mandatarios reunidos en Berlín han de esbozar la mejor salida posible de esta crisis, garantizando los equilibrios institucionales y el respeto de los tratados, además de los principios democráticos y el consenso, y aceptar la voluntad del colegio de comisarios de dar paso a uno nuevo en el más breve plazo. La solución se ve complicada por la circunstancia de que la UE se encuentra emparedada entre dos tratados: vigente el de Maastricht, pero a punto de entrar en vigor el de Amsterdam, que modifica el sistema por el cual se nombra al presidente de la Comisión: por los gobiernos, pero con la aprobación del Parlamento Europeo.
En tal contexto resulta insólita la pretensión del Parlamento Europeo -ufano de haber hecho caer a la Comisión, y al que sólo le quedan tres meses de vida política- de votar al nuevo presidente de la Comisión. En las democracias, los Ejecutivos (y la Comisión lo es en cierto modo) salen de las elecciones. No al revés. Quizás sería la hora de retomar la idea de Delors de que los partidos europeos indiquen antes de las elecciones europeas quién es su candidato a la Comisión. Al menos la crisis de ésta servirá para dar una nueva dimensión a las elecciones europeas.
Una solución razonable sería que la actual Comisión -mejor sin Santer a la cabeza, pues ha demostrado su incapacidad política- se mantenga en funciones hasta después de las elecciones del 13 de junio. Y que entonces se proceda a nombrar a un nuevo presidente, que, en vez de esperar hasta enero del 2000 para iniciar su mandato de cinco años, lo ampliara hacia atrás con un subterfugio político-jurídico, para poder ponerse a trabajar entre julio y agosto. Finalmente, ha calado la idea de que hace falta dar con un político de peso, con conocimientos técnicos y experiencia de gestión, pues uno de sus cometidos más significativos va a ser reformar la institución que presida. Se busca, pues, un héroe capaz de torear en varios ruedos a la vez. Aunque la única institución que verdaderamente gana poder con el Tratado de Amsterdam sea el Parlamento Europeo, y aunque la crisis desatada haya roto el equilibrio institucional, crear uno nuevo exige sanear, democratizar y reforzar a la Comisión. No debilitarla.
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