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Galicia en transición JOAN B. CULLA

Comprensiblemente atraídos por el efectismo de la situación política en Euskadi, los medios de comunicación catalanes y la opinión a la que éstos alimentan tienen tendencia a desconocer o a menospreciar el papel de Galicia en el escenario español y su contribución a la batalla por el reconocimiento pleno de la plurinacionalidad del Estado. Para comprobarlo, basta recordar el prolijo tratamiento informativo que recibieron aquí las últimas elecciones vascas del pasado octubre y compararlo luego con la cobertura marginal, incluso en las emisoras de la Generalitat, de los comicios gallegos del año anterior. Lejos de ser una novedad, esta posición de Cenicienta mediática es más bien una costumbre, pero resulta más grave cuando la sociedad objeto de tal ignorancia está viviendo interesantes cambios y prometedoras evoluciones. Si hubiera que resumir esos cambios con un solo dato, podría ser éste: durante los años sesenta, el 50% de la población activa de Galicia trabajaba aún en el sector primario; hoy la producción agrícola y ganadera absorbe apenas el 15% de los activos, un porcentaje semejante al de Dinamarca. Superados los antiguos clichés ruralistas, la gallega es actualmente una economía muy diversificada, con sectores tan punteros como la industria de la moda, mientras el monopolio compostelano sobre la enseñanza superior ha dado paso a tres universidades públicas con una red de campus que contribuyen al reequilibrio territorial y a la revitalización de algunos centros urbanos. Sin embargo, el dinamismo social, económico y cultural contrasta con la aparente inmovilidad política, con la larga hegemonía conservadora, con la mezcla de clientelismo y lagrimeo que caracterizan el reinado de Manuel Fraga. Aunque en términos cuantitativos pueda matizarse que el Partido Popular tiene en Galicia un nivel de voto no mayor del que posee en Murcia, Madrid, Cantabria o Castilla y León, es indudable que las sucesivas mayorías absolutas del PP, precedidas por la breve pero intensa impronta de la UCD y, antes de eso, por cuatro décadas sofocantes de franquismo sin fisuras, forman una continuum derechista y caciquil que explica bien por qué, en ciertas comarcas de la Galicia interior, se aguarda todavía hoy no esa segunda transición de la que fue heraldo José María Aznar, sino estrictamente la primera. En todo caso, y mientras el viejo presidente exhibe la finezza que le es propia declarando que no piensa responder a esos "desgraciados" que acusan al PP de prácticas nepotistas, el partido se entrega a luchas fratricidas en clave presucesoria -el caso de Vigo es el más notable-, luchas que pueden pasarle factura en la próxima cita con las urnas. Ahora bien, la gran incógnita del horizonte político-electoral gallego no es tanto el grado de erosión del PP como la capacidad de las oposiciones para capitalizar aquel desgaste y crecer a sus expensas. Ahí, la situación del Partido Socialista de Galicia-PSOE no es demasiado halagüeña: situado en una encrucijada estratégica entre españolismo y galleguismo, con un liderazgo frágil en la persona de Emilio Pérez Touriño y el pertinaz clima de división interna alimentado, entre otros, por Francisco Vázquez con su cantonalismo coruñés, el socialismo gallego no parece en condiciones ni de borrar el descalabro de 1997 ni, menos aún, de encabezar un cambio de tendencia que pueda, a medio plazo, arrebatar a la derecha el gobierno de aquella comunidad. Por el contrario, el Bloque Nacionalista Galego se mueve impulsado por un viento favorable, aunque sus mismos líderes lo reconozcan con extremada prudencia. No son sólo las encuestas; es principalmente el empuje acumulado durante la larga marcha desde los seis puntos porcentuales y los tres diputados de 1981 hasta los 25 puntos y los 18 escaños actuales; es el haber situado en Madrid, en el Congreso, a los dos primeros nacionalistas gallegos desde 1936; es el voto mayoritario entre los jóvenes, la dinámica ascendente en la Galicia urbana y litoral, la más poblada y la más desarrollada; es el clima sociocultural propicio, el liderazgo carismático de Xosé Manuel Beiras, el equilibrio mantenido hasta hoy entre heterogeneidad y cohesión, el plus de respetabilidad que les ha dado la Declaración de Barcelona... Este capital de expectativa -que algunos, hiperbólicamente, comparan al del PSOE en 1982- deberá ser administrado con tanta prudencia como audacia, pragmatismo como utopía, si se quiere alcanzar una cuota importante de poder municipal el próximo 13 de junio, y después hará falta todavía más imaginación y más rigor para -por ejemplo- dar una respuesta inteligente a las tramas de intereses urbanísticos e inmobiliarios vinculados localmente al PP. Todo con objeto de vertebrar nacionalmente al país y, de paso, cumplir el sueño de tantos progresistas peninsulares desde hace 30 años: en palabras de Beiras el pasado sábado, en Santiago, "para apretarle metafóricamente el pescuezo a Manuel Fraga".

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