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Controles políticos

Es conocido de sobra que después del predominio, más o menos claro, del neoliberalismo en la práctica política de los países desarrollados, el Estado, en un sentido amplio, sigue canalizando por vías que no son las del mercado entre el 40% y el 50% del PIB; en países que algunos consideran no ya neo sino ultraliberales (EEUU, Japón), la cosa está por encima del 30%. En el cómputo entran el Estado en sentido estricto y toda suerte de entes intermedios, como Estados federados, aquí comunidades autónomas, entes locales que a veces se disfrazan de honrados comerciantes (diversas suertes de sociedades estatales, locales y otras sutiles formas que proporciona el ingenio de los gestores públicos) cuya honradez no puede discutirse, en principio, como la de nadie, pero que suelen jugar en el mercado con ventaja o utilizarlo para sus ejemplares fines públicos.Y no sólo esto, sino que, además, ese Estado es el regulador, ya que el mercado, dejado a su aire, puede conducir a injusticias y otros abusos y, en definitiva, lo que es más grave, a la desvirtuación del mercado mismo. Pero este poder de regulación es inmenso, apabullante: fijémonos, por ejemplo, en las directivas y los reglamentos de la UE, impresionante conjunto que supera en muchísimo el Digesto Justinianeo, y eso que proceden de una entidad basada en los principios más puros del liberalismo económico, de la libertad de los operadores (que algunos consideran antisocial libertinaje). Pensemos, en plan más casero, en la recalificación urbanística de unos terrenos que pueden enriquecer a unos cuantos y que decide cualquier corporación bajo cuya vigilancia pública quedan esos terrenos. Y es que la gente necesita corsés de todo tipo para poder ser decentemente libre; y los corsés son cosa de lo público, de los entes públicos.

Así, el Estado (todos esos entes) es el primer empleador, el primer contratador, casi el único subvencionador y el único regulador. Y eso, repito, después de la implantación del más alocado liberalismo. Y seguirá siendo así, por mucho más liberalismo con que nos castigue la gente egoísta. Todo ese inmenso poder es gestionado por unos sujetos a los que llamamos políticos, ayudados por otros a los que llamamos funcionarios, que a los primeros, por así decir, están subordinados. En los países afortunadamente democráticos (como el nuestro, ahora, que no siempre), esos políticos están designados para periodos limitados, aunque sus mandatos sean renovables, determinados por el voto igual y secreto de los ciudadanos.

Rodeamos ese inmenso poder de toda suerte de controles y cautelas: concursos, reglamentos, subastas, publicidad, interlocutores, contabilidades y, en último caso, policías y jueces (estos últimos, controladores casi incontrolados). ¿Y por qué hacemos esto? Porque el poder tiende al abuso o, si quieren, a la ausencia de equidad que lo sea a gusto de todos; no se trata ya de una conducta (posible) maliciosa del que lo ejerce, sino del enorme margen de discrecionalidad que le dejamos, a pesar de los controles, al ejerciente de buena fe.

Pues bien: en todo este magnífico aparato democráticojurídico, lo que falla es el control que podríamos llamar político, imprescindible pero ineficaz. El sistema de mayorías, el control del controlador por el controlado, hacen que éste sea, normalmente, inocuo o inútil. Además, es tal el afán por descabalgar al actuante que con frecuencia se ejerce maliciosamente, pretendiendo más el juego de imagen (mala imagen) que el conocimiento de la verdad, con lo que el control se hace griterío o insulto o menosprecio individual.

Es lógico pensar que, si disminuyéramos el poder de los políticos, tendríamos menos que controlar. Pero a nadie en su sano juicio se le va a ocurrir disminuir, por ejemplo, las cuantías a subvencionar. Y si nos empeñamos, en nuestro propio bien (general), de dar poder y más poder a los que lo alcancen y los otros ejercen el control de una manera inocua o inicua y desastrada sólo conseguiremos dotar a la gente de una costra escéptica notable y, en fin, de actitudes digamos cínicas respecto de la cosa pública y los políticos, como mal imprescindible e inevitable. Porque, repito, fallan los controles políticos, que quizá deberían ser completados por políticos independientes, también democráticamente designados, a modo de auditores políticos externos que se encargaran de hacernos saber lo que pasa en esos ejercicios prácticos de poder enorme que los políticos tienen que practicar todos los días. Y eso, en el Ayuntamiento, Comunidad, Estado y, como se está viendo, en el Ejecutivo de la UE.

Vivimos, aún, una fase rudimentaria de la democracia.

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