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Conocimiento, ciudad y utopía FABRICIO CAIVANO

Fue Nietzsche quien anunció el nacimiento del superhombre, un héroe de acero que cambiaría el mundo. Pero el siglo que acabamos ha alumbrado dos guerras mundiales, regímenes totalitarios, millones de muertos y algún manual de materialismo dialéctico para uso de universitarios rebeldes. No hay nada más impredecible que los ardores de una épica colectiva, sea de clase o de pueblo. Por fortuna, ya nadie espera nada de los héroes, salvo algún título en la liga de fútbol. Hoy estamos en la era de las tecnologías, un laberinto digitalizado, un casino global en el que las mercancías tienen voluntad propia. Los profetas pasan página y declaran inaugurado el futuro. Los expertos no saben hacia dónde vamos, pero se esfuerzan admirablemente en llegar antes que nadie. Tecnología y conocimiento: la bomba del siglo XXI. Hasta hace poco las mercancías nacían de la unión del ingenio artesanal con alguna energía: la sangre, el vapor, la electricidad, la gasolina, el átomo... Hoy la energía más limpia y potente dicen que es el conocimiento. El conocimiento es ahora lo que quiso ser la poesía: un arma cargada de futuro. Ahora la energía que mueve al mundo es un rentable estofado en el que se echa a puñados información y se sirve en plato hondo como si fuera la sustancia del conocimiento. Alguna confusión hay en todo esto. La más grave es la que equipara la información al conocimiento. Una exagerada voluntad de simplificar el asunto. El saber no ocupa lugar, pero todavía ocupa tiempo. Exige pensar. Tener ideas es mejor que tener dinero, pero es más difícil. Y más caro. Obliga a conceptualizar, a definir, a experimentar y a saber qué se quiere hacer con todo ello. El pensamiento organiza la información y le da un sentido. En su ausencia, la información es ruido, mero registro o sociometría a secas. Las ideas son un intangible valioso por escaso. De hecho, estoy por creer que también funciona aquí una ley de compensación: cuanto mayor es la cantidad de información, menor es su entendimiento. La ignorancia puede resultar, paradójicamente, de una indigestión de información. No basta con tener cerebro, hay que aprender a usarlo. Aprender a aprender, dicen algunos pedagogos predicadores en el desierto. El cerebro es ese tumor benigno, apenas seis o siete kilos de gelatina blancuzca, de cuyos jugos electroquímicos se alimenta ya la energía que alzará un nuevo orden mundial. El cerebro es la energía del siglo XXI. Tal como afirma el anónimo profesor Ulisses N. Nobody, el motor de la productividad, la fuente de la plusvalía limpia de polvo y paja, ya no está hoy en el hardware ni en el software: está en el brainware. En efecto, el cerebro es un soporte mental intangible que puede crear valor añadido con su energía. Ahora bien, conviene dejar bien claro que eso supone que se eduque, cultive y mantenga amorosamente al día el patrimonio que suponen todos los cerebros de la comunidad. Si eso acaso llega a ser así algún día, sin duda se habrá encontrado por fin el eslabón perdido entre el mono y el homo sapiens: el ser auténticamente humano. Habremos dado con la talla moral del auténtico héroe. Por el momento estamos aún lejos de tal escenario. Cierto que los artesanos se han reciclado y venden sus mercancías en ese circo maravilloso que llamamos arte. También es verdad que tenemos las manos cada vez más limpias. El arquetipo del obrero está desapareciendo y hoy es una máquina obsoleta, infartada por el óxido de la modernidad, un artefacto programado para gestos innecesarios y dotado de un cerebro de baja intensidad. Esto es la posmodernidad para sus náufragos; un enjambre de manos inútiles, paradas, muertas, que aplauden y votan a sus carceleros más simpáticos. Hay en ellas, en esas manos, acumulada una energía psíquica que a menudo estalla en una oscura violencia doméstica contra los más débiles. Será muy conveniente estar atentos y poner firmemente los pies en la tierra inmediata para no ser barridos por el huracán de la globalización. Pero convengamos también en que esa tarea de vigilancia requiere tener peso, aplomo y capacidad de control. La sociedad del conocimiento no existe sin una democracia amigable y exigente, hecha de responsabilidades. Democracia inteligente o despotismo ilustrado. Para llegar a estar en ese mundo globalizado hemos de empezar por conocer lo inmediato, lo que se puede aprender con sosiego, ese conocimiento hecho paso a paso y con los pies, como quería el geógrafo Pau Vila. Nos queda, pues, la ciudad. La ciudad como un lenguaje sugerente, como espacio habitable, reconocible mediante signos cálidos y cualitativos, rasgos de calor humano por lo general no visibles para los indicadores económicos. Ciudad sostenible, pero no nostálgica. Ciudad hecha de tradición y de cambio, de imaginación del pasado y de recuperación del futuro. Esa hipotética Babel global sólo se podrá alzar del suelo con las mejores piedras de cada lugar, con las mejores aportaciones de cada tradición cultural, con lo más excelente del patrimonio común que es el conocimiento humano. Por eso el conocimiento no es una mercancía más, es un recurso colectivo, un yacimiento de educación, y pagar por aprender y saber sería un robo en propiedad común. Las ciudades deberán declarar en el ágora, sin ambigüedades, su estrategia de civilización; de lo contrario no serán más que señales en las autopistas, espejos deformes para el esperpento aldeano y el narcisismo local, humo de incienso para tanta identidad de bolsillo. La ciudad es una esperanza laica, la última quizá, de una sociedad civil que reivindica la unión de la política y la ética, del ciudadano con el fervor por la cosa pública, del político con una ciudadanía estricta y activa. Virtudes públicas que precisan de responsabilidades privadas. El futuro se está haciendo ya con tecnologías, con su impulso revolucionario, sin duda alguna. Pero tenemos aún que afrontar lo sustancial, volver a pensarnos a nosotros mismos como de un lugar, locales. Pero a la vez pensamos como emigrantes en el tiempo, globales. Necesitamos información para saber pensar con tozudez, para idear el mañana, eso es lo que da al futuro el perfume de la sabiduría más antigua, el arte de pensar. En ese conocimiento hecho comunidad radica la apuesta racional por cambiar la vida, y por cambiarnos a nosotros al intentarlo. La sociedad del conocimiento es la expresión utópica de la ciudad del conocimiento y de la escuela democrática. Toda ciudad es un espacio de formación; puede educar a unos, confiriendo urbanidad, y excluir a otros de su mensaje formativo constituyéndolos en enemigos. Seamos ambiciosos y precisos con las palabras que pueden engañarnos. La democracia nace en la ciudad y se proyecta en el mundo, porque es la común aspiración humana de habitar humanamente en el mundo. Algo tan sencillo como vivir en espacios dotados de sentido, como pasear por una geografía común en la que, súbitamente, puede deslumbrarnos una ráfaga de belleza, un instante de plenitud o un signo de solidaridad. La ciudad es escuela, memoria y probabilidad de todo eso. Bajo los adoquines todavía hay una playa infinita esperándonos.

Fabricio Caivano es periodista.

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