Barcelona, parque temático
Ha sido un récord de turistas: casi tres millones estuvieron en Barcelona el último año. Nos visitan. Nos vienen a ver como si tuviéramos monos en la cara, que, acaso, los tengamos. Nos miran como si la Sagrada Familia, la plaza de Catalunya y las casas de Gaudí fueran una atracción de Walt Disney y nosotros, los barceloneses, las comparsas de animación de ese parque temático llamado Barcelona; un parque lleno de barcelonismos: desde el imponente folclor modernista, el medievalismo auténtico o artificial y las esquinas Núñez & Navarro hasta la deslumbrante gama de artilugios publicitarios urbanos, los más insistentes, ubicuos y densos del mundo, sin duda. Ciudad de mecenas y patrocinadores, en fin, sin fin, con una continuidad histórica que habla de nuestra propia evolución: ¿pensarán los turistas que cada barcelonés es también un anuncio en potencia? Ya hubo experiencia de eso en la representación que todos ofrecimos al mundo durante los célebres Juegos Olímpicos. Por lo visto, la arquitectura insólita y la publicidad avasallante en las calles son hoy una combinación turísticamente atractiva, aunque los rótulos, banderolas, vallas y pirulíes impidan disfrutar de las caprichosas formas de piedras, fachadas y amenas curiosidades de nuestro entorno único en el mundo, como suele decirse. Llegan más turistas y, además, vienen a pasar las vacaciones. Es decir, que se quedan; un promedio de tres noches, según las cifras hechas públicas por los hoteleros de la Cámara de Comercio y el Ayuntamiento. Y no son unos turistas cualesquiera: lo que más les interesa, además del paisaje, es la oferta cultural, el ocio y el carácter de los ciudadanos, que, como es sabido, escapamos de lleno del tópico hispano de la manola y el torero y no circulamos por la calle cantando o bailando como en una comedia musical, sino que vamos a lo nuestro, cosa que se nota perfectamente en aspecto ensimismado común. Y los turistas llegan, nos fotografían y nos hacen, por ejemplo, hablar idiomas, porque, claro, es antieconómico decirles que lo correcto sería que nos hablaran, al menos, un 50% en catalán. Ellos, los turistas externos, y los internos, ese medio millón de coches que cada día entra en la ciudad, se dejan aquí un montón de dinero. Hasta el punto que nos podemos preguntar si no estamos entrando directamente en un monocultivo. ¿No estamos viviendo ya los barceloneses del turismo y no es éste un fenómeno que va a más? No es una pregunta fácil de responder porque, además, todavía queremos pensar que somos una ciudad industrial, en el sentido más mítico de la expresión. Quizás por eso resucitamos también el Liceo. Nos cuesta abandonar el pasado y pasar del humo de las chimeneas al del autobús turístico o de los tics señor Esteve a la asepsia comercial de Zara, porque está en juego la imagen que tenemos de nosotros mismos. Vivir del turismo tiene, por lo que percibo, poco prestigio, parece cosa de una ciudad folclórica y va seguramente en contra de aquel orgullo de una Barcelona industrial y potente, que es una ciudad que ya no existe. Confesar que se vive del turismo es reconocer que se tiene poco poder, que se depende, abiertamente, de los demás y que la ciudad es justamente un escenario, un plató. Dejando claro que todo monocultivo es peligroso, a mí no me parece mal que reconozcamos de una vez que vivimos de exhibirnos y de inventar espectáculos que atraigan a gente de otros sitios. Puede ser poco prestigioso, pero, anímense, también es muy moderno. Y aquí nos gusta mucho presumir de modernos.
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