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Recordatorio de la amenaza nuclear

Todos compartimos una tendencia humana de lo más natural a preferir no pensar en las posibilidades de un desastre total. Hay muchos problemas graves que ocupan nuestra atención cuando leemos los periódicos o vemos la televisión: guerras de baja intensidad en la antigua Yugoslavia y entre los países herederos de la antigua Unión Soviética; matanzas tribales y epidemias de sida en África; inundaciones y avalanchas en algunas partes de Europa, y la amenaza de sequía en otras; conflictos étnicos y nacionalistas imposibles de resolver en todos los continentes; graves problemas en las relaciones entre los europeos y los inmigrantes africanos en Europa; un sistema económico mundial que cada vez se muestra menos eficaz, etcétera.Con tantos problemas reales a los que enfrentarse, ¿cómo se puede dedicar uno a pensar en los posibles desastres que puede que resulten un día de las guerras nucleares, químicas o biológicas, o de las armas de destrucción masiva, por utilizar esta frase reduccionista, conveniente y también exacta? Y, sin embargo, me parece absolutamente necesario, además de una obligación moral para un historiador, recordarle a sus lectores de vez en cuando que hay una catástrofe predecible esperando a la humanidad en el futuro próximo si los Gobiernos de hoy -y recalco la palabra Gobiernos, porque los problemas de las armas de destrucción masiva son demasiado grandes como para que las ONG los resuelvan- no son capaces de encontrar la fuerza de voluntad y la energía necesarias para ponerse de acuerdo sobre un programa de desarme a gran escala.

Actualmente existen siete potencias reconocidas capaces, en distintos grados cualitativos y cuantitativos, de recurrir al uso de las armas de destrucción masiva. Según el orden aproximado de su capacidad de destrucción, son Estados Unidos, Rusia, Reino Unido, Francia, China, India y Pakistán. Además está Israel como potencia nuclear reconocida, más Irán, Irak y varios países de Asia y Latinoamérica, que pueden alcanzar la condición de potencia nuclear en unos años si así lo deciden.

Todos estos países también son capaces de algún grado de guerra química y bacteriológica. Este tipo de armas ocupa muy poco espacio y no necesitan ser verificadas de forma que se registre en los sismógrafos, de modo que no tenemos una información tan completa acerca de ellas como de las armas nucleares. Por citar las palabras de un científico del FBI recogidas en el International Herald Tribune del 22 de abril de 1998: "Vemos una gran cantidad de engaños y de gente incompetente que intenta hacer armas biológicas. Los incidentes se suceden a un ritmo de casi uno por mes. Mi impresión es que antes o después alguien lo va a conseguir".

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Fijémonos en la frase "... lo va a conseguir". No le atribuyo ningún cinismo especial al científico del FBI. Si uno trabaja con esos aparatos, y si uno procede de una cultura altamente mecanizada, uno puede hablar de conseguirlo, aunque el tema en cuestión sea el asesinato en masa de otros seres humanos. En esta evolución fatal, tampoco es inocente ninguna de las potencias con armas de destrucción masiva. Sadam Husein compró sus componentes de ántrax a empresas francesas y estadounidenses que participan en el comercio mundial abierto que, según dicen nuestros líderes, es uno de los rasgos más deseables de la vida moderna. China y Corea del Norte aportaron su parte a la recién adquirida capacidad de Pakistán, y a la capacidad potencial de Irán, y quizá unos cuantos países más. Y sin ser ella misma una potencia nuclear, Alemania ha vendido tecnología esencial a futuras potencias nucleares.

La caída de la Unión Soviética en 1991 dio pie a una serie de problemas nuevos, que no se sabe hasta dónde abarcan, y que se mencionan lo menos posible en la prensa mundial. Nadie sabe cuántos científicos rusos, a los que nadie pagaba en su país, han asesorado a cuántos Gobiernos asiáticos y de Oriente Próximo en la última década. Nadie conoce la cantidad ni la calidad del plutonio o el uranio enriquecido aptos para la fabricación de armas nucleares que se han vendido en el mercado negro a cambio de monedas con más valor que el que tenía el rublo tras la caída de la URSS. Nadie conoce las condiciones de seguridad, tanto de seguridad política como técnica, frente al deterioro material, en el caso de miles de misiles rusos, muchos de los cuales se encuentran en Kazajistán y Ucrania. Nadie sabe cuántas toneladas de residuos nucleares se han lanzado al océano Ártico, ni la condición física de muchos submarinos nucleares, depósitos de armas y emplazamientos de misiles rusos. Nadie sabe la extensión de la contaminación química nuclear, ni el envenenamiento de tierras y acuíferos de la antigua Unión Soviética y de sus antiguos satélites de la Europa del Este. Y en lo que respecta a Estados Unidos, la más antigua potencia nuclear, puede que alguien tenga -pero nadie publica- los datos precisos del grado de deterioro de los tambores de metal en los que se han metido los residuos nucleares durante décadas, enterrados en instalaciones temporales.

Cualquier cálculo de los posibles peligros, tanto intencionados como accidentales, de todas las armas de destrucción masiva deben tener en cuenta los informes de las autoridades políticas en la mitad de siglo que ha transcurrido desde que comenzó la era nuclear. Todos ellos han sido solemnemente conscientes de la amenaza que supone para el futuro de la humanidad. Cuando sólo había cuatro miembros en el club (Estados Unidos, Reino Unido, Francia y la Unión Soviética) lograron el compromiso diplomático de reducir todo el armamento a únicamente unos miles de cabezas nucleares, pero no llegaron a acercarse jamás a un desarme significativo. Ahora el club cuenta con siete miembros, y hay otros muchos esperando a formar parte de él.

Estados Unidos, como superpotencia única en los últimos ocho años, ha intentado convencer a las Naciones Unidas de que acepte un modelo de liderato mundial que combine sus propios intereses con cualquier tipo de consenso parcial al que se pueda llegar en el Consejo de Seguridad y en la Asamblea General. Cuando Sadam fue lo suficientemente loco como para invadir Kuwait, el presidente Bush fue capaz de forjar una impresionante coalición que au-

Gabriel Jackson es historiador.

Recordatorio de la amenaza nuclear

torizara una acción militar drástica para obligarle a abandonar el territorio de su vecino, rico en petróleo, favorable a Occidente y propiedad de una familia. En la actualidad, Estados Unidos, apoyado únicamente por el Reino Unido, decide por su cuenta cuándo y dónde soltar bombas inteligentes en una campaña sin fin para deteriorar la capacidad de armas de destrucción masiva de lo que Washington ha decidido denominar un Estado rebelde. ¿Hay alguien que dude que en el futuro habrá muchos Estados rebeldes más, todos ellos provistos dentro de 20 o 30 años de algún tipo de arma de destrucción masiva? España es una potencia media, que mantiene buenas relaciones con sus colegas europeos, con Estados Unidos y con numerosos países del norte de África y de Oriente Próximo. Además, en parte como resultado de su neutralidad en ambas guerras mundiales, ha proporcionado muchos diplomáticos y funcionarios de gran calidad a la Liga de Naciones y posteriormente a la ONU. ¿Por qué no invertir algo del capital diplomático en la causa del absolutamente necesario desarme? No será fácil cambiar la tradición de aumentar los presupuestos militares como única respuesta al peligro. Pero ha de modificarse la inercia del silencio y de la inactividad si se pretende evitar la predecible catástrofe. Necesitamos una conferencia mundial de Gobiernos, auspiciada por la ONU o patrocinada en parte por ella, para conseguir un decomiso simultáneo de las armas de destrucción masiva existentes y un control internacional del mercado armamentístico. No hablo de una utopía, sino de un mundo en el que nuestros nietos puedan vivir.

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