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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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Una noche en Banyoles PONÇ PUIGDEVALL

No había pisado Banyoles desde el verano del 92, y si repetí la experiencia fue porque un viernes de hace unas semanas, a última hora de la tarde, recibí una llamada telefónica del novelista Jordi Arbonès. No tengo pendiente ningún asunto con esta población y, sencillamente, si no quería volver nunca a Banyoles era porque no tengo la costumbre de ofrecer una segunda oportunidad a los lugares donde he sido infeliz. Pero no supe ni quise negarme a la demanda de auxilio que me solicitó Arbonès. Al comprobar que había perdido el último autobús que salía para Banyoles, y como era imprescindible que a las diez de la noche estuviera allí, tuvo la ocurrencia de pedir ayuda al amigo que vivía más cerca de la estación. No supe ni quise negarme a llevarlo hasta Banyoles a pesar de que así incumplía una promesa, y mientras subía al coche y me dirigía al lugar donde habíamos quedado citados, pensaba en las ironías del azar y en que era tan improbable que coincidiera con la persona culpable de mi decepción con la ciudad que daba ya por hecho que sería con ella, justamente, con quien toparíamos nada más abrir la puerta del bar 1929. Porque éste era nuestro destino y no, como supuse en un primer momento, por una razón lúdica, sino por unas obligaciones laborales. Arbonès había aceptado participar como miembro del jurado en el primer premio de narrativa que convocaba el local, y daba fe de ello la bolsa de plástico, llena de manuscritos, que llevaba debajo del brazo. Durante el trayecto me explicó en qué consistía el acto, la peculiaridad del premio, sin dotación económica pero con el compromiso de editar 500 ejemplares, y no pude dejar de sorprenderme cuando me recitó los nombres, todos prestigiosos, de sus compañeros de jurado: estaban los poetas Salvador Oliva y Josep N. Santaeulàlia, residentes ambos en el Pla de l"Estany; Gerard Quintana, el cantante de Sopa de Cabra, y el galáctico Sebastià Roig, estudioso de la ciencia-ficción y colaborador de las páginas de cultura de la prensa barcelonesa. Arbonès me informó de las constantes iniciativas culturales que se llevan a cabo en el 1929, desde la competición de relatos orales hasta algún desvarío dadaísta, pasando por la concesión de unos premios basura que, la verdad, fui incapaz de comprender en qué consistían. Me informó también de la fuerza sobrehumana que invierte en cada actividad el alma del local, Josep M. Puig, ex crítico musical de el Nou Diari, aquel periódico que terminó hundiéndose sin recordar nunca jamás la deuda contraída con la mayoría de sus colaboradores. Después de una primera y rápida ojeada, constaté que no estaba expuesto a ningún peligro, que nadie se parecía a la persona con quien no quería hablar. En seguida fue proverbial la generosidad de que hizo gala Josep M. Puig, y como un intruso, pronto me descubrí cenando en compañía de los miembros del jurado y oyendo sin querer sus deliberaciones secretas. Para permanecer al margen y no molestar y comprobar, de paso, que no aparecía la cara que no deseaba ver, me entretenía observando el movimiento del local y escuchando conversaciones extrañas, como el relato de las dificultades que hay que vencer si se quiere alquilar un camello para intervenir en una cabalgata de carnaval. Y cuando fijaba la mirada en los alrededores de la barra, cada vez más llena, era lícito suponer que la gente que observaba disimuladamente la mesa, donde se procedía ya a clarificar el nombre del ganador, eran los temerosos e ilusionados candidatos al premio. Cuando llegó la hora de pronunciar el veredicto, Sebastià Roig subió al estrado y, con el estilo de los showmen más puros, consiguió que incluso las personas ajenas al acto literario se interesaran por sus palabras. Y cuando leyó la plica con el nombre del ganador y el título de la obra premiada, tuve por primera vez conciencia de lo que podría llamarse la ruta secreta de los manuscritos inéditos: Miquel Aguirre, el vencedor, era una viejo conocido de los concursos literarios, y yo mismo había leído tiempo atrás la novela triunfadora, Després del tro, al haber sido jurado en otro premio donde ésta quedó finalista. En medio del alboroto posterior, tuve la oportunidad de hojear los títulos y los nombres de los otros participantes, y mi sorpresa fue mayúscula al comprobar que el caso de Aguirre no era el único, que la mayoría de los textos habían probado la suerte en otras competiciones. Decepcionado porque no apareció la persona que no deseaba ver, la noche en Banyoles terminó aún peor de lo que había previsto. Hablando con Miquel Aguirre y escuchando los elogios de los miembros del jurado, tuve la sensación de que quizás no había leído con suficiente rigor la novela premiada. Por suerte podré hacerlo dentro de poco, cuando salga publicada gracias al bar 1929.

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