_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La infancia competitiva

PEDRO UGARTE La estadística es cruel, pero aun lo es más la paternidad contemporánea: más de un 18% de los niños sufren estrés, esa epidemia del siglo XX. Parece que la causa del fenómeno se encuentra en la presión social, en la inaplazable exigencia de ser cada vez mejores. Entiéndase, no se trata de ser moralmente mejores: en nuestra sociedad, la calidad humana, como tantas otras cosas, se mide lisa y llanamente por la pasta. Los padres de hoy en día lo tienen claro: si uno quiere que su criatura llegue a jefe de la división de recursos humanos de la KK Corporation, con sede en Frankfurt, conviene acudir al jardín de infancia provisto ya de ciertos conocimientos de informática, dotado de algunos fundamentos de análisis macroeconómico. "Pequeño", parecen decir muchos aitatxus, "si no aprendes a decir papá y mamá antes de los seis meses, tu futuro profesional está jodido". La infancia siempre fue la única etapa relativamente desahogada de la existencia humana. Ahora se ha convertido en la eliminatoria preliminar de una repugnante carrera por la excelencia. La competición empieza en la nursería, en la misma incubadora de la maternidad. Cargando sus espantosas mochilas escolares, los niños y las niñas de este tiempo padecen una agenda llena de compromisos. Su horario laboral no es más liviano que el del director general de la Texaco, el presidente de los Estados Unidos o cualquier alto cargo comunitario. La educación reglada ya es sólo un presupuesto. Luego surgen las cualificaciones: cursos, cursillos y entrenamientos, actividades extraescolares, aprendizaje de idiomas, de informática o de instrumentos musicales, artes marciales, diseño por ordenador o ejercicios de percepción sensitiva. Aquí el que no corre vuela, porque la sociedad se encargará, en otro caso, de hacer de ti un gusano. Lo peor de todo esto es la responsabilidad paterna en el asunto. Los padres triunfadores aprietan las tuercas a sus tiernos infantes para que el listón familiar no descienda en un ápice. Los padres modestos no son menos clarividentes: cargarán sobre los hijos sus propias frustraciones, pretenderán que obtengan esos diplomas con los que ellos siempre soñaron. Y las madres terribles hablarán en la peluquería de los éxitos de sus vástagos en esa carrera colectiva hacia ninguna parte. Pero hay otra vertiente de esta catástrofe: la profunda estafa que representa hoy día el sistema educativo. No se entiende muy bien por qué estudiar la carrera de económicas ya no es suficiente para ser economista. Si uno tiene que meterse entre pecho y espalda, tres o cuatro disciplinas complementarias, ¿por qué no introducirlas en el programa académico?, ¿por qué no integrar, si son tan valiosos, los idiomas modernos entre las imprescindibles disciplinas del programa? Si hoy estudiar una carrera (cuatro o cinco años) y todo el soporte de los niveles académicos inferiores (diez o doce años más) son sólo un presupuesto, un requisito previo, una verdadera nadería, y si uno debe buscar cursos y masters en otra parte, ello sólo significa la profunda derrota de la Universidad para formar profesionales competentes. Alguien debería explicarnos por qué estudiar con seriedad y rigor Derecho, Economía o Medicina no es ya suficiente para desenvolverse en esta sociedad como un buen abogado, un buen economista o un buen médico. A pesar de todo, el camino que eligen todos esos padres elementales sigue siendo el más fácil. Machacan a sus criaturas, a falta de mejores valores, pensando que les ayudan convirtiéndolos en máquinas prematuras. En efecto, es posible intimidar a un hijo hasta el punto de que tenga dos carreras, domine cuatro idiomas y conquiste un master en Pensilvania. Pero sobre el verdadero reto nadie dice una sola palabra: cómo ser feliz en este puñetero mundo. Esa asignatura nadie la enseña, nadie sabe dónde ponerla dentro de la atribulada formación de los niños y los jóvenes de este tiempo.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_