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Reportaje:PLAZA MENOR - PARQUE DE EL CAPRICHO

Embrujos de la Alameda

Pinos, que no álamos, flanquean el camino de acceso a la Alameda de Osuna; las sufridas coníferas dan sombra a la mayor parte de los jardines del Capricho, que lo fue de doña María Josefa Alfonso Pimentel, condesa-duquesa de Benavente, heredera de la finca a la muerte de su marido, don Pedro de Alcántara Téllez de Girón, duque de Osuna. Los apellidos y los títulos más sonoros de la historia de España se dan cita en las solitarias veredas del arrumbado parque entre estatuillas mitológicas y columnatas jónicas, templetes, pabellones, estanques y canales, artificios creados para el recreo y el fasto, hoy testigos desolados de tiempos pretéritos que guardan el secreto de amoríos cortesanos, bacanales, intrigas, seducciones y devaneos de varias generaciones de noble abolengo.Un pedestal desnudo canta en latines los presuntos méritos y virtudes de doña María Josepha; desapareció su efigie, como desaparecieron en mil y una rapiñas los dioses y los emperadores romanos que le daban escolta en la Exedra, glorieta semicircular que se abre a la entrada del parque, llamada también "glorieta de los emperadores" por los bustos ausentes. Sólo las esfinges, clásicas o egipcias, recostadas sobre las gradas del monumento, han resistido los aludes del tiempo, aunque al menos una de ellas ha sido reconstruida.

El palacio y los monumentos más significativos del parque, recuperado en 1975 por el Ayuntamiento de Madrid después de décadas de expolio y abandono, están protegidos y afeados por vallas metálicas que impiden el acceso de los paseantes a los lugares más interesantes y significativos del caprichoso y milagroso enclave, disminuido y arrinconado por el "progreso" inmobiliario, que entre las numerosas y curiosas vicisitudes de su sobresaltada historia cuenta con la de haber sido cuartel general de la defensa de Madrid, al mando del general Miaja, durante la guerra civil. Un uso bien distinto del que pensó para su finca favorita la duquesa, aunque no era la primera vez que las recias botas de la milicia profanaban los salones y los parterres destinados al ocio, al baile, a la fiesta y al recreo. Refugiada en Cádiz cuando las tropas bonapartistas entraron en Madrid, la duquesa tuvo noticias de que Napoleón en persona había usurpado su más cara posesión para obsequiársela a uno de sus generales favoritos.

Firme creyente en la imbatibilidad de su líder y en la permanencia de su imperio, el general Beliard se debió sentir como pez en el agua en este entorno radicalmente afrancesado y neoclásico, y ordenó la reforma y ampliación de sus jardines a Pierre Prevost, que continuó la obra creada en 1787 por otro compatriota, Jean Baptiste Mulot.

El parque sólo abre los fines de semana y no aparece muy transitado en esta desapacible tarde típica de marzo. Por las veredas silueteadas de cintas de plástico que indican trabajos de jardinería, guía en mano, una señora francesa trata de reclamar el interés de sus dos hijos preadolescentes que juegan a perseguirse entre los tupidos arbustos y los pinos robustos. Vista de espaldas, la silueta que corona una solitaria columna en el centro del parque parece una imagen de la Virgen, eso es lo que piensan el cronista y la dama, que desembocan casi al mismo tiempo en la glorieta y se dan de bruces con una realidad muy diferente. La figura desde luego lleva un niño en los brazos, pero no lo está acunando precisamente, se lo está comiendo; el culpable de tan truculento error es el viejo y malvado Saturno, inmortalizado a la hora de la merienda.

El cronista oye cómo su compañera de ruta se queja en voz alta del estado de abandono del parque y de la inaccesibilidad de sus monumentos y está a punto de contarle que uno de los primeros expoliadores del conjunto fue su paisano el general napoleónico, que, cuando llegó la hora del desahucio, se llevó a su tierra todo lo que pudo cargar, como esos inquilinos que, después de haber hecho reformas en el piso son desalojados por el casero y desmontan hasta los marcos de las ventanas.

Un fiero y descomunal jabalí preside la fuente muda del coqueto y descuidado edificio circular del Casino de baile; de aquí brotaban las aguas que, encauzadas en canales, permitían la navegación festiva de nobles marineros de agua dulce. Más allá, como una ilusión de postal impresionista, se levanta la construcción más exótica del parque, la Casa de la Vieja, una reproducción a escala de una pintoresca casa de labranza, recreada por un habilidoso arquitecto y escenógrafo para solaz e ilustración de sus caprichosos mentores. La casa estuvo en un tiempo habitada por ingeniosos autómatas, sosias de una familia de labradores, ingeniosas criaturas dotadas de movimiento de relojería.

La extravagante duquesa de Osuna, que compitió durante un tiempo con su colega la de Alba en el patrocinio de toreros y artistas y en todo lo demás, tuvo aquí como huésped pensionado a don Francisco de Goya, que dejó en estos parajes la impronta de su leyenda más que de su arte. Pero el legítimo fantasma, en la más amplia acepción del término, que aún merodea por el palacio, sus jardines, glorietas y templetes es el de don Mariano ...Téllez Girón, duque de Osuna... Sirvan los puntos suspensivos para obviar la relación de sus muchos nombres, de sus cuantiosos apellidos y de la apabullante lista de títulos nobiliarios. Un exceso más para un personaje excesivo desde el día de su bautizo, que le puso alegría y picante a la vida cortesana de la capital en tiempos de Su Cortesana Majestad doña Isabel II, que se pirraba por la frivolidad y el despendole.

El duque, que hizo imprimir en sus tarjetas de visita "grande de los grandes de España", llevó una vida a tono con su lema, vivió a lo grande, derrochó sin cuento, se divirtió enormemente y escandalizó con sus excentricidades a sus contemporáneos hasta su grandioso y previsible final, una fastuosa e histórica quiebra que puso su Capricho en manos de los banqueros Bauer.

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