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"Gauche divine"

DÍAS EXTRAÑOSRAMÓN DE ESPAÑA Como uno es muy cumplidor con sus amigos, me he vuelto a leer el libro de Esteve Riambau y Mirito Torreiro sobre la Escuela de Barcelona que ya apareció en catalán hace un par de años. Bueno, el libro no es exactamente el mismo. Para su edición en castellano, Riambau y Torreiro han puesto patas arriba el texto precedente hasta conseguir fabricar un ensayo que se parece bastante al anterior pero no es idéntico. La que sí es la misma es la conclusión a la que uno llega después de leer La escuela de Barcelona: el cine de la "gauche divine" (Anagrama). Esta conclusión consiste en que esta excelente aproximación a unos cineastas, a una época y a un lugar resulta bastante más interesante que esos cineastas, esa época y ese lugar. Me viene a la cabeza un tema de Don McLean, That old song, que resume bastante bien la situación: "Esa vieja canción que escuchábamos hace un montón de tiempo/ era mejor que el amor que solíamos compartir". O sea que el libro de Riambau y Torreiro me parece más estimulante y divertido que todas aquellas películas que un puñado de tipos listos de mi ciudad fabricaron para sentirse más europeos que nadie y, sobre todo, para abochornar a esos cineastas mesetarios de la época, tan garbanceros ellos. El problema de este tipo de opiniones estriba en que si las sueltas en voz alta puede que algún compañero generacional de los alegres muchachos de la Escuela de Barcelona te mire mal. Es lo que me pasó hace unas semanas, durante una comida con Jorge Herralde, cuando me permití hacer unas bromas sobre todos esos chicos de buena familia capaces de inventar títulos tan estúpidos como El cochero impertinente o Dante no es únicamente severo. Y la verdad es que le comprendo: a mí tampoco me gusta que se hagan bromas a costa de mis amigos. La única diferencia entre mi generación y la de la gauche divine consiste en que mientras que nosotros no hemos dado un palo al agua como grupo, ellos han conseguido pasar a la historia de esta ciudad como lo mejor que le ha sucedido a Barcelona en la segunda mitad del siglo XX. Gracias a la inmensa capacidad de autobombo de los supervivientes (ayudados a menudo por algún pelota de mi quinta), la gauche divine se ha convertido en un plomizo grupo de ex combatientes que, bajo su apariencia de modernidad, no ha hecho sino recoger la antorcha, en cuanto a pesadez se refiere, de los ex combatientes de verdad, los de la guerra civil española. A la gente de mi generación, sus padres le han explicado la guerra enterita. Daba igual que tus progenitores fueran de derechas o de izquierdas: de la tabarra no había manera de librarse. Y cuanto te hiciste mayor y creíste que los émulos del Abuelo Cebolleta ya no podían afectarte, aparecieron los supervivientes de Bocaccio y de Cadaqués para seguirte recordando que eras un piernas que nunca llegaría a nada. Harto de la guerra civil, de Bocaccio y de esa Barcelona supuestamente mágica de los años sesenta (que debía de ser bastante parecida a la de ahora: una agradable ciudad de provincias cuyas élites intelectuales lucen siempre una autoestima tan elevada como injustificada), has acabado por convertirte en un francotirador que no forma parte de ningún grupo ni maldita la falta que hace. Pero un buen día descubres que las semillas de la pesadez y de la autosatisfacción se te han incrustado en un punto medio entre el cerebro y el corazón. Estás escribiendo un artículo sobre el Zeleste de los años setenta, donde tan bien creíste pasarlo, y te das cuenta de que tu tugurio favorito quiere tomar el relevo de Brunete y de Bocaccio. Observas de repente que tú también puedes ser un pelmazo, un Abuelo Cebolleta... ¡Ya sólo falta que se te acerque un pelota de 30 años para que te sientas el rey del mambo! Es el momento de mirarse al espejo y, citando a Raymond Carver, darte un ultimátum extensible a los chicos de la gauche divine: ¿quieres hacer el favor de callarte, por favor?

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