Salman Rushdie no está solo
No hay perdón para Rushdie. Ése es el titular con que los periódicos de todo el mundo han explicado la reafirmación de la condena a muerte al autor de Los versos satánicos por parte de los llamados Guardianes de la Revolución Islámica. No han servido de nada las presiones internacionales o la actitud pacificadora del propio ministro de Asuntos Exteriores de Irán, Kamad Jazari; ni los ríos de tinta vertidos en su defensa por Carlos Fuentes, Günter Grass, Mario Vargas Llosa, Arthur Miller y tantos otros; ni los esfuerzos del propio Rushdie por reconciliarse con el régimen de los ayatolás convirtiéndose a su fe o tratando de enviar al país un donativo de ochenta millones de pesetas para las víctimas de los últimos terremotos. No ha servido de nada, pero, además, hay algo aún peor que todo eso y es que ahora, al cumplirse diez años del inicio de la fatwa contra el novelista hindú, la lectura más inquietante de su drama personal reside en verse obligado a reconocer que, por desgracia, eso es justo de lo que no se trata: de un drama personal o un fenómeno extraño. No hace falta moverse de Irán para ver con qué frecuencia la literatura se convierte en una de las dianas favoritas del fundamentalismo, puesto que en los últimos meses han sido ejecutados allí, mediante estrangulamiento o a puñaladas, el poeta Mohamed Mojtari; los narradores Jafar Pouyandeh y Majid Sharif; el traductor Manucher Sadej Janjani, y su esposa, Fatemeh Islami; los intelectuales Yavad Eman y Sonia Ahme Yasin. Sus nombres no suenan en Occidente con la fuerza del de Salman Rushdie, pero su tragedia produce el mismo espanto, la confirmación de que el fanatismo religioso o político se basa en una ley infranqueable según la cual el poder de los que mandan se mide contando las víctimas producidas en el bando de los que obedecen.Los criminales de todas las épocas le han tenido miedo a las palabras. Da lo mismo qué clase de criminales: porque existió Mussolini, Primo Levi trabajó como esclavo en Auschwitz y nos dejó el relato estremecedor de su sufrimiento en La tregua, Si esto es un hombre, Los hundidos y los salvados; porque Franco sacó la pistola, desaparecieron Miguel Hernández y Federico García Lorca; el horror de Hitler impulsó a Paul Celan a arrojarse al Sena tras pasar por los campos de exterminio y ver morir en ellos a sus padres; Stalin y sus secuaces se encargaron de hundir la vida de Anna Ajmátova, Mijaíl Bulgakov o Marina Tsvietáieva; Augusto Pinochet torturó y ejecutó a Víctor Jara y, muy probablemente, hizo que la desaparición de Pablo Neruda fuese más rápida. En nuestros días tenemos el ejemplo de Taslima Nasrin, encarcelada por el Gobierno de Bangladesh tras publicar su obra Vergüenza y refugiada finalmente en Europa después de que los escuadrones integristas pusieran precio a su cabeza. Da lo mismo qué clase de criminales, porque, en el fondo, sólo existe una, lo cual queda demostrado por lo sencillo que a los verdugos, incluso a los que se supone que son enemigos entre sí, les resulta ponerse de acuerdo: la Gestapo de Hitler acabó con el narrador Bruno Schulz en Polonia, y Stalin silenció durante más de veinte años sus textos maravillosos, Las tiendas de color canela y Sanatorio bajo la clepsidra. Desafortunadamente, éstos son nada más que unos cuantos ejemplos, sacados de una nómina de proporciones inabarcables.
Salman Rushdie sabe muy bien cómo es la vida del perseguido. Nosotros podemos imaginarlo leyendo el inicio del poema clandestino que Borís Pasternak escribió absolutamente desesperado, cuando Krustch, tras presionarle Stalin sin pausa durante años, obligó al autor de Doctor Zhivago a rechazar el Premio Nobel: "Estoy perdido, bestia acorralada. / A lo lejos, libertad, hombres, luz; / a mi lado, los gritos de acoso, / un mundo sin ninguna salida". También podemos imaginarlo al leer la carta publicada en EL PAÍS por los familiares del poeta Roque Dalton, clamando por la injusticia macabra que significa que su asesino confeso, el ex comandante guerrillero Joaquín Villalobos -quien en su réplica a los Dalton, publicada en este periódico, niega el crimen y atribuye su antigua autoinculpación a un malentendido-, se pasee por el mundo dando lecciones de democracia, respeto a los derechos humanos y lucha por la libertad.
Recuerdo cuando hace unos meses estuve en E1 Salvador, paseando por las laderas del volcán que domina la ciudad mientras escuchaba, de labios de varios antiguos soldados del FMLN, las leyendas que acompañaron siempre el mito de Roque Dalton, algunas divertidas y otras escalofriantes. A Dalton lo ajusticiaron a sangre fría y en ese mismo volcán sus propios compañeros, al parecer porque el escritor defendía el diálogo político, y sus rivales, nada más que los sabotajes y la confrontación armada. Es decir, lo mataron por lo que los matan siempre a todos: por tener un pensamiento propio, marginal, heterodoxo. Su obra literaria es combativa y tierna, está llena de riesgos pero también de sorpresas y hallazgos que se dispersan a lo largo de media docena de tomos, desde la novela autobiográfica Pobrecito poeta que era yo o el texto misceláneo Las historias prohibidas del pulgarcito, hasta los volúmenes de poesía La ventana en el rostro, Un libro levemente odioso y, sobre todo, sus dos obras maestras: Los testimonios y Taberna y otros lugares. La lista le dirá muy poco a casi todo el mundo, porque sus trabajos no han tenido una difusión más que minoritaria entre nosotros. Quizá para muchos se termine haciendo más célebre el nombre de su presunto asesino: en España sabemos bien que es más difícil darse a conocer con un montón de versos que con tres o cuatro disparos.
Salman Rushdie no está solo. Tanto si miras hacia atrás como hacia delante, te das cuenta de que es otro eslabón de la cadena de los perseguidos por no repetir consignas, por no dejar que sus palabras fueran tachadas por el miedo. Ni siquiera hace falta mirar atrás o adelante: basta con dar un vistazo a nuestro alrededor. ¿Qué son esas amenazas de ETA a los periodistas indóciles? ¿Cómo se dice fatwa en euskera? Tal vez la palabra aún no exista en ese hermoso idioma, pero estamos seguros de que no van a faltar voluntarios dispuestos a inventársela.
Benjamín Prado es escritor.
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