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Inercia

Enrique Gil Calvo

Las encuestas de tercer aniversario señalan una ventaja de siete puntos a favor del partido de Aznar, y la diferencia es tan notoria que comienza a dibujarse la ominosa posibilidad de una victoria popular por mayoría absoluta. Se me dirá que tampoco sería tan grave, pues aunque nada más sea por avidez de poder, la derecha española se ha visto obligada a moderar sus formas para guardar las apariencias. Y además, la mayoría absoluta le permitiría a Aznar independizarse de los nacionalistas, encontrando la convicción necesaria para ponerlos en su lugar. Así que resignación y a conformarse, pues no hay mal que por bien no venga. Un razonamiento semejante es el que quizá podría hacer entender la inexplicable ventaja cobrada por Aznar.Y es que, a pesar de la bonanza, no hay razones objetivas que justifiquen la ruptura del empate técnico que equilibraba las expectativas electorales. Es verdad que la macroeconomía va muy bien, pues sus fundamentos (deuda, déficit, inflación, etcétera) se han saneado sobremanera. Pero los efectos microeconómicos se han distribuido de forma desigual, beneficiando casi en exclusiva a las clases propietarias. Y la prueba está en que, como el empleo estable apenas ha crecido, todavía no se ha recuperado la formación de nuevas familias, manteniéndose bajo mínimos la nupcialidad y la natalidad a pesar de que la generación del baby boom atraviesa ahora la edad de casarse y procrear.

Pero incluso admitiendo que a media España le vaya bien, el coste político en términos de déficit democrático invalida cualquier beneficio económico. En sólo tres años los populares han aprendido a defraudar a un ritmo que a los socialistas les costó nueve años alcanzar, blindándose además con mayor impunidad. Excuso recordar la lista de escándalos, desde la peculiar desamortización aznarista del sector público privatizado hasta la pertinaz lluvia fina de las corruptelas de cada día, con su interminable goteo de recalificaciones urbanas, caciquismos arbitrarios y subvenciones a discreción. Y todo eso por no hablar del resto: instrumentalización de la fiscalía, intervencionismo mediático, resistencia a rendir cuentas ante el control público, etcétera.

Tanto es así que no se entiende la ventaja que los populares cobran en los sondeos. Y si descartamos la invención del personalismo de Aznar, sólo quedan dos explicaciones posibles. Una es atribuir la ventaja no tanto a la delantera que cobran los populares como al retraso que sufren los socialistas: no es que los españoles confíen más en Aznar sino que aún desconfían más del PSOE, hasta ahora incapaz de disipar la merecida desconfianza históricamente acumulada.

La otra explicación es atribuir al electorado la responsabilidad de preferir a Aznar. Y para entenderlo no hace falta recurrir al vivan las caenas o al resignado fatalismo que se conforma con lo malo conocido, como si la cultura política de los españoles aconsejase renunciar a ser ciudadanos para convertirse en súbditos. Sino que puede explicarse como un fenómeno cíclico, derivado de una especie de péndulo político. El electorado español tiene un gran momento de inercia, que le hace ser muy lento de reflejos. Por eso nuestros virajes electorales son como los de un trasatlántico, cuya maniobra al cambiar de rumbo concluye mucho tiempo después de haberse iniciado.

De ahí que se tarde tanto en ganar la confianza de los votantes, construyendo un personaje escénico y madurando su liderazgo político. Pero por lo mismo, una vez ganada esa confianza, también se tarda mucho en perderla, según demuestran los casos de Pujol o González. ¿Quiere esto decir que los españoles somos muy fieles y nos cuesta abandonar a los nuestros, como prueba la baja tasa de separación y divorcio? Puede que no se trate de lealtad sino de escepticismo: como desconfiamos del amor sólo creemos en el matrimonio por interés, pues pensamos que el cariño procede de la costumbre por lo que sólo se adquiere con el tiempo. Por eso se ha tardado tanto en querer al poco amable Aznar, aunque conviniera votarle en su momento.

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